miércoles, 22 de noviembre de 2017

El sueño

El niño empezó a sentir frío. Era la primera vez que le sucedía, aunque había ascendido cientos de veces al lugar donde habitan las estrellas. Pronto el frío se convirtió en miedo cuando uno de los planetas insistió en que se quedara con ellos. Sus padres se lo habían advertido, pero él desobedeció igualmente. Era demasiado excitante la aventura. La inmensidad llena de luminiscentes y mágicos nuevos mundos. Pero ahora era consciente de lo lejos que estaba de casa. Recordó que otros niños habían quedado atrapados allí para la eternidad.
De repente un planeta particularmente egoísta, celoso del conocimiento que albergaba el niño, se adelantó amenazante, dispuesto a robarle su infancia. Pero una luna se interpuso y logró escapar. De nuevo en la Tierra, abrazó la seguridad de las cosas cotidianas y juró no regresar. Pero aquello no le hizo más feliz. Con los años comprendió que no era codicia lo que sentían aquellos planetas. Era una inmensa soledad.

Todo está escrito


Cuando decidió ser escritor le dijeron que todo estaba escrito, y que jamás lo conseguiría. Le auguraron el fracaso antes de empezar y un rápido olvido, aunque lo consiguiera. Pero él siguió escribiendo a la luz de la lumbre, al anochecer, cuando nadie podía reprocharle nada. Buscó una historia que nunca se hubiera contado. Pero, mientras desarrollaba el argumento, se dio cuenta de que alguien ya había contado lo mismo, con otras palabras. Desesperado, rompía manuscrito tras manuscrito, y acabó dándole la razón a su familia. Sumergido en una rutina gris consumaba sus días sin ilusión. Muchos años después, convertido en un acérrimo lector, cuando su caminar era ya torpe y vacilante, echó cuentas a la vida y se preguntó porqué habría abandonado su sueño. Le consolaron los cientos de libros que había leído, y la respuesta estaba ahí, precisamente ahí. Tal vez todo estuviera escrito, y vivido, pero jamás nadie lo había visto a través de su mirada. Tan solo su final pondría el final a todas las historias.



 
 
 

domingo, 5 de noviembre de 2017

Todavía no


No me gusta estar aquí. No me ha dado tiempo a comprender la complejidad del rito del que soy protagonista hoy. Durante muchos años lo viví y celebré atraído por la algarabía de la música, los bailes y las deliciosas calaveritas de azúcar. Ahora estoy al otro lado, y no acierto a encajar tanta sonrisa desde este gélido abismo.

Cada vez hay más flores. Y yo no voy a ir al Paraíso de Tláloc.

Nací en Tehuetlán, en México. Y desaparecí allí también. No me gusta usar “la otra palabra”. De pequeño escuchaba fascinado las leyendas sobre la llegada al Mictlán. Ya han pasado cuatro años, y se supone que debería haber avanzado. No he cruzado ni la primera puerta, anclado a este sonido externo, oxígeno, dolor y vida. Me piden que emprenda el viaje, para que mi Tonalli descanse. Pero ¿y si las historias que me contaron son ciertas? ¿Quién iba a querer atravesar la Séptima Puerta? Los vivos ignoran que los desaparecidos podemos seguir sintiendo miedo.

“Que la muerte que traes a tus espaldas que dé paz” me dicen. Pero yo no ansío el descanso eterno.

Poco a poco se van extinguiendo los fuegos y sonidos. La última vela se apaga y entonces vuelvo a sentirme solo de nuevo. La soledad es peor que todo lo demás. Quizá es este último pensamiento lo que me hace colocar sobre mis hombros una corona de Cempoalxóchitl. Una bella Catrina me indica cómo iniciar el descenso. Comienzo a abrir las puertas….

Teyollocualóyan. Ya estoy en la Séptima. La que me da pavor. Conmigo viajan muchos otros, pero apenas sí nos miramos. He vencido al río, al viento, a la nieve y el frío. A las montañas que me cerraban el paso. Incluso he superado el Temiminalóyan, que acabo de dejar atrás, esquivando las flechas que se empeñaban en hundir en nuestros maltrechos cuerpos. Ahora me espera el jaguar y el altar, y sé que ya es tarde para retroceder. Cierro los ojos y entro, agarrando firmemente la obsidiana que recogí en la montaña del tercer nivel de este Inframundo. Los que están caminando a mi lado esperan resignados. Mi duelo es en solitario. Yo miro alrededor y me lanzo, obsidiana en mano, contra el jaguar, dejándolo malherido. Lanzo cuchilladas aquí y allá, profiero gritos que causan pavor a mí alrededor. De repente sucede algo que no estaba en las profecías.

Mi atuendo ha cambiado. Es totalmente desconocido para mí. Sobre mi cabeza están las mismísimas fauces del jaguar, que me ha cubierto como si fuera un casco, rematado por vistosas plumas de Quetzal. En el centro del pecho, hay un corazón pintado de rojo intenso. El colorido de mi armadura me llena de fuerza vital. Prosigo mi camino, pero la Octava Puerta está cerrada. Alguien se me acerca y me dice: 

-No estás aceptando tu camino, tú no quieres reposar. Eres un guerrero. Tu lugar no es el Mictlán.

Un año después en el Día de los Muertos un colibrí se acercó a las flores del altar, aleteando con una viveza magnífica.

 

 
Tonatiuh, Dios Azteca del Sol

jueves, 5 de octubre de 2017

No hace tanto


   Añoro las dichas compartidas
de un caminar sosegado,
ahora perdido.
   La ciudad de piedra
tiene fuego en las calles
y hielo en el corazón.
   Te quedaste el pasado,
devuélveme el futuro,
uno sin complejos.
    Añoro pertenecer
sin justificarme,
ni culpabilizar.
    Quizá sobrecargamos miradas
de lo que dejamos atrás,
no hace tanto.
¿No somos acaso los mismos?
   Sueños que provocan incendios
y cenizas que dejan silencios.
Agravios ausentes de memoria.


                                                    Dona i ocell (Joan Miró)

A una biblioteca


   Masía de viejos techos,
paredes de historias e historia.
   Has visto tantas cosas,
la tierra y sus frutos,
el cemento implacable,
un relieve cambiante.
   Tras cada grieta, un recuerdo,
tras cada libro, la inmortalidad.
   Acogedora, amable y paciente,
reposo y consuelo de soledades.
   Risas de vidas que empiezan,
y miradas de sabiduría
de una vida recorrida.
   Continúa tu camino,
y no olvides nunca
las manos que te han reconocido.
   Yo jamás olvidaré
el hogar que para mí fuiste.
 

            Sala de lectura de la Biblioteca Pública de Boston (J. J. Harley, 1871)

domingo, 6 de agosto de 2017

La dádiva de Poseidón


Los tablones que a duras penas soportan ya la tensión y el oleaje son la única diferencia entre la vida y la muerte. La madera es el soporte vital de sueños, y promesas. De cosas que ni siquiera pensaban hace pocos días. “Si sobrevivo, prometo…” “seré…” “perdonaré…”. Sin espacio para moverse, agotando las últimas reservas de sus fuerzas. Cada vez son menos, y la desesperanza da paso a la locura de la agonía prolongada. El raciocinio se pierde cuando los seres regresan a su primigenia condición entre hambre, sed y soledad. Algunos sostienen los cuerpos sin vida de compañeros y viejos amigos, resignados. Pero otros resisten el embate fiero de las murallas de mar que sortean, como pueden, con un solo trapo al viento. Si estamos aquí, si sobrevivimos al naufragio —piensan los que todavía luchan— no es para acabar de esta manera. Siguen guiando, manejando la desesperación, forzando a pensar. Día tras día.

De repente, algo en el horizonte. Gritos en la maltrecha cubierta. Los que todavía pueden alzan las manos, agitan camisas El valeroso que nunca perdió la esperanza se pone en pie. El rojo de su camisa alzada toma posición en la proa de la balsa.   

Empequeñecidos por la fuerza descomunal del mar, alcanzan exhaustos el cabo de cáñamo que llega del barco de la esperanza. El hogar y una segunda vida cargada de promesas esperan.
 

                                  La balsa de la Medusa (Théodore Géricault)

El timón cansado


Hoy el viejo timón entona una canción, mientras las olas se agitan con bravura y golpean una y otra vez contra el casco, de forma muy parecida a como  sucedió a ayer, y antes de ayer. La canción dice así:

Llevo cuatro velas a babor
y dos a estribor,
Mares bravos, mares calmados,
Todos los he cruzado,
Avanzo con el viento
Voy cortando el mar

Timón y Capitán juntos han visto el Mar de Esmeralda, estrellas fugaces en noches transparentes, tempestades terribles de olas gigantes, ballenas cantarinas, polizones osados y princesas enamoradas. Mas ahora en Timón el roble se tiñe de ocre y su corazón de bronce se ha oxidado. Y Las manos que sujetan el timón  llevan impresos los años, y los vientos.

—No nos cansamos del mar, nos cansamos de navegar —le espeta el Capitán.

La madera cruje, parece protestar. Capitán comprende. No más aventuras, no más viajes. Una noche a la luz de la lumbre recuerdan días pasados. Somos viejos ya —dicen— es hora de descansar. Al alba vislumbran un faro y un puerto tranquilo.

¿Por qué si es lo que ambos desean, sienten tal pesar?

Capitán y Timón se miran y, sin pronunciar palabra, el viejo cascarón pasa de largo el puerto de los Recién Llegados a la Mar, donde los nuevos y relucientes navíos sonríen ante su futuro y su juventud. Aún no tienen historia y les queda mucho mar. Timón les sonríe cómplice, Capitán alza su mano.

—¡Adiós! —dicen ambos.

La madera cruje pero el alma se mantiene. Y las manos recias vuelven a sujetar el timón virando rumbo un nuevo horizonte. De nuevo un viaje. Un último largo viaje donde nada está escrito todavía.

La última vez que los vieron encaraban el viento, y la proa cortaba el mar con ansia como antaño.

Seguramente os preguntaréis hacia dónde partían.

Algunos dicen que iban a reunirse con los barcos perdidos, en el Mar de Casandra. Pero nunca más les volvieron a ver. Su destino fue, únicamente, el mar. Dicen algunos marinos que en las noches estrelladas, antes de que la Polar alcance su cenit, el viento y las olas entonan de nuevo esa canción:

Llevo cuatro velas a babor
y dos a estribor,
Mares bravos, mares calmados,
Todos los he cruzado,
Avanzo con el viento
Voy cortando el mar
 
 
                                                   Marinero en Terranova

Contarte el mar


Recuerdo el día que me dijiste que te explicara qué era el mar. Eras muy pequeño y me miraste con esa expresión de curiosidad, tan tuya. Habías escuchado esa palabra, y la conocías por los libros que aprendiste a leer mediante el tacto. No sabía cómo hacerlo y decidí que lo mejor era llevarte allí. Fuimos de la mano hasta la orilla. El viento trajo su aroma a salitre, despertando en ti nuevos sentidos. Con tan solo nueve años, tú habitabas en la tierra de los sueños, donde todo es posible, y anhelaba que descubrieras la atracción de estar frente al gigante azul.

Llevábamos una pelota de plástico y te hice pasar las manos por toda su superficie. Tú ya sabías qué forma tenía nuestro planeta. El mar —te expliqué— lo rodea todo, pero nadie puede ver como se curva. Lo que tenemos ahora ante nosotros es una explanada en eterno movimiento, con una línea en la lejanía que parece el final, pero no lo es, pues el mar sigue y sigue. Su vida transcurre en paralelo a la nuestra en tierra. Tierra y mar se necesitan, como si fueran hermanos inseparables. Aquí mueren todos los ríos, pero nacen todas las lluvias que alimentan a esos ríos. Dentro habitan los animales que te he enseñado en tus libros, y en sus profundidades peces de formas extrañas que emiten luz propia…. Puedes cruzarlo por encima navegando —llené un cubo con agua y te hice pasar una hoja por encima del agua, suavemente, apoyando sobre ella tu aún tierno dedo índice—. Hace mucho, viejos bergantines y galeones lo surcaban con todas las velas desplegadas al viento, hinchadas como si fueran inmensas pompas de jabón. Siempre ha habido algo misterioso en él, por eso muchos exploradores —te encantaban los cuentos de exploradores—  han querido cruzarlo, para ver qué había más allá.

Tocamos la arena y, muy despacio, el agua de la orilla. Tenías algo de miedo, pues aquel sonido te parecía furioso. ¿Por qué ruge así? –preguntaste–. Porque aquí se interrumpe y empieza la tierra —respondí—. La textura de la espuma te recordó a muchas otras cosas que ya conocías. El cosquilleo te hizo sonreír y el temor dejó paso a la sorpresa y la felicidad. Cientos de sensaciones nos rodeaban. Se escuchaban niños jugando, y el canto de las gaviotas. Con tu mano firmemente agarrada a la mía, empezamos a adentrarnos. Un salto, y otro, esquivando los tirabuzones que poco a poco empezaban a calmarse, y finalmente, tú empezaste a nadar, como si lo hubieras hecho durante toda tu corta existencia. El frío provocó un estallido de carcajadas. Contuvimos la respiración y, siempre pendiente de ti, te acompañé a tocar el cercano fondo. Quisiste disfrutar de la ingravidez y del silencio hasta que ascendimos para tomar aliento. El sol empezaba a alcanzar su cenit y nosotros a sentir su estímulo. Me pregunté cómo habrías recreado todas esas emociones en tu mundo interior.

—¿De qué color es, mamá?  
—Es transparente, carece de color, aunque se camufla de un azul bellísimo, pues actúa como un inmenso espejo reflejando lo que ve. Se tiñe según la intensidad cromática que adquieren los celajes, desde un intenso cobalto al turquesa, y a veces de un tono gélido como el metal o hasta un carmín como el fuego. Su movimiento produce destellos, puntitos brillantes que se apagan y encienden en un continuo centelleo. Sé que es difícil explicarte todos esos matices, pero lo más mágico es que se torna radiante bajo el sol, se apaga ante las nubes, y se enturbia cuando arrecian corrientes y mareas.

—Entonces —dijiste—, es del mismo color que la alegría, la tristeza, o el enfado. ¡Se parece a mí!
—Sí —afirmé—. En cierta manera es como nosotros, pues todos los seres provenimos de ahí. Él es el creador de la vida, de todas las vidas. Y por ello debemos mimarlo, y amarlo como el mejor de los regalos que nos ha sido dado.

Me pediste que a partir de esa noche leyéramos todas las historias del mar que se hubieran escrito. Y fue así cuando, por vez primera, yo pude ver el mar.
 

                                   Madre e hijo en la playa (Joaquín Sorolla)

martes, 4 de julio de 2017

Mi futuro


Decían que ser nosotros dos no sería fácil. Pero se equivocaban. No lo fue para nuestras familias, para nuestros amigos, ni mucho menos para ambos. La dificultad es solo una ilusión, una barrera imaginaria, presente únicamente en la mente de obtusos que ocultan sus propios complejos. En la mía solo están sus manos, sus ojos y sus ganas de vivir.

Soy de natural circunspecto y mi otra mitad colma con su extraversión y alegría esa seriedad que tanto que me reprocha, pero que también necesita. Lo nuestro es especial. Tanto que el mundo debería sentir envidia.

Afuera, las calles arden esta noche.

¡Salgamos! -Me dice. 

El exceso, el ruido, nunca fueron conmigo. En sus ojos ya conoce mi respuesta, porque es idéntica cada año. Resignado, pero no triste, coge su libro donde lo dejó dispuesto a retomar la lectura. Le contemplo desde la puerta de la cocina. Ese contorno tan familiar, esas gafas gruesas, y el alma limpia, tan ausente de malicia. Mi gran amigo y confidente. Mi presente y mi futuro.

Para su sorpresa, le quito el libro y le digo “¿Y por qué no?”

Tomo su mano y salimos. Él enarbolando con orgullo su arco iris, y yo con mi habitual blanco y negro.

En perfecta armonía.

domingo, 2 de julio de 2017

Pretensión geométrica


Durante mucho tiempo su única verdad fueron sus cuatro lados idénticos y cerrados. Fuera de esas fronteras, no había nada. Un día la naturaleza le hizo una visita y el cuadrado quiso encerrarla en su interior, rigiéndola bajo sus normas. Pero por dentro, ésta abrasaba como un volcán amenazando con estallarlo todo. Y así lo hizo. Sus cuatro lados cedieron ante una explosión multicolor.

La desdichada figura recobró su dibujo original, hermético, mientras contemplaba tal aparente caos, jamás antes conocido. Había algo poderoso en aquella sugerente danza de formas, todas diferentes, con nuevas perspectivas que se transmutaban sin fin. La naturaleza es caprichosa e intrigante, y la inflexible figura sintió curiosidad, quería saber qué era aquello. Tenía que avanzar, ir más allá.

Probó a doblar un lado, y luego otro, y otro. La rigidez de las líneas rectas insistían tercamente en regresar a su seguridad, pero los dogmas de la naturaleza, libres y seductores, pudieron más que su miedo. Los ángulos cedieron, y el cuadrado se curvó. De repente podía moverse, deslizarse, amoldarse, incluso tornarse elíptico.

La elasticidad le permitió integrarse con orgullo en la verdadera esencia, bella y contradictoria, de su nueva geometría circular. Ahora nada era exacto, pero todo era verdadero.
 

                                     Arcoíris circular (espectro de Brocken)

domingo, 18 de junio de 2017

Reencarnación


La anciana lleva con delicadeza la diminuta vela cuya llama apenas se distingue ya. Un levísimo punto de luz. Cualquier pequeña ráfaga de aire la extinguiría del todo, pero es importante que no suceda. Todavía no.

Aún mantiene el paso firme en el camino expuesto, tantas veces recorrido. El paisaje sigue siendo abrumador, pero nada puede distraerla ahora. Orando en silencio fija su mirada hacia los restos del fuego que ella misma fue mucho tiempo atrás. Se vuelve a ver con sus largas trenzas azabache corriendo de niña por ese mismo valle, allí donde nacer, vivir o morir no es más importante que la nieve sobre las cumbres, o el ciclo de los arrozales. En este lugar el tiempo no se mide en plazos determinados, y nadie se interpone ante las implacables fuerzas del aire, el agua, el fuego y la tierra.

Tsering, cuyo nombre significa larga vida, ha llegado al final del camino. Las rocas que ha ido acumulando a lo largo de los años siguen ahí, en equilibrio, formando su pequeña estupa en un recodo protegido del sendero. Sobre la última piedra, siete velas aguardan. Con sumo cuidado las enciende, una a una, alimentándolas por la llama agonizante. Finalmente, deja la suya, ya violácea, justo en el momento en que desaparece dejando paso a una vibrante estela de humo. Ha encomendado el último deseo para que la vida sea próspera a sus seres queridos. El rojo intenso de los siete fuegos parece augurar un buen futuro a ese anhelo.

Ahora ya puede regresar, y lo hará en forma de viento. Ese es el regalo concedido por haber concluido su viaje con sabiduría. Viento libre, puro, en eterno movimiento. Poderoso y privilegiado vigía, a cuya merced estarán todas las obras de Tierra, que gozará de voluntad propia para atravesar, de nuevo, la carne amada.

                                       “Minvant” autor Eduardo Garrido©

sábado, 22 de abril de 2017

Éramos seis


Llevaban años allí ordenados en el cuarto donde solo se podía pasar de vez en cuando. Yo sabía tras esos lomos tan bien dispuestos sucedía algo, y que era emocionante. Había oído hablar de ellos, así que una tarde me decidí. Creo que fue el primer libro que leí, el primero de verdad. Se llamaba “Los cinco y el tesoro de la isla” y yo no tendría más de 10 años. Era un libro pequeño, compacto, que amarilleaba. Los cinco. En mi familia somos cinco y teníamos un perro. Coincidencias. Qué iba a saber yo que dentro de ese libro estarían, por primera vez, condensados todos mis anhelos en una infancia que soñaba con aventuras. Que había hasta un perro y una chica de pelo corto y enmarañado que, como yo, se divertía más actuando como un chico que como se suponía que debía de comportarse una chica. No podía ser mejor. Pero sí lo fue. Y yo pasé a formar parte de ese grupo.

 
Había una pequeña isla con restos de un naufragio y la leyenda sobre un tesoro. Pasadizos secretos. Acampadas, historias a media luz. Todo ambientado en un largo verano. Libertad absoluta. ¿Puede ser que un libro llegue a ser tan intenso que puedas sentir hasta los sabores de los alimentos que se describen? Sí. Puede ser. A mi me sucedió. Yo podía salir y viajar con ellos en esas horas de lectura que, sin saberlo, luego me llevarían a miles de lugares, con cada personaje y cada nueva historia a la que regresaba, robando horas de sueño. Esa fue mi primera incursión en el mundo sin limites que era la literatura y nunca olvidaré la magia de ese pequeño universo. Me sorprendo a veces pensando en que esos personajes no han envejecido conmigo. Siguen allí, Dick, Julián, Ana, Jorge y Timoteo, resolviendo enigmas, en aquella región inglesa tan vívida en mi imaginación.

 
Blyton convirtió lugares cotidianos en lugares extraordinarios. Aún, después de tanto tiempo, escudriño el horizonte de un mar un poco menos azul, esperando encontrar la silueta de la isla del tesoro.


Jubilación anticipada

Doce de la noche…

A Beatriz le inspiraba la noche. Aquel silencio. Era un momento enteramente suyo, aunque sabía que al día siguiente el insomnio pasaría factura. Estaba a punto de concluir su séptima novela policíaca, con una extraña sensación de ansiedad. Se daba cuenta de que escribir la saga se estaba empezando a convertir en una obligación. Lo que ignoraba es que era el protagonista que había creado el que se había cansado de su propia historia y que él solo estaba precipitando su final.
 
Ánimo –se decía la escritora–. Tan solo dos capítulos más.
 
Capítulo IX

Sebastián Ponce estaba frente su vieja mesa de trabajo contemplando distraído el café humeante, demasiado amargo.  ¿Es normal que tenga ese olor tan rancio? Para qué hacerse preguntas. Nunca obtengo respuestas, aquí todo viene impuesto, me guste o no.
 
Ahí entra el joven, ese que muestra tanto entusiasmo. Ingenuo. Solo lleva tres semanas aquí, claro.  
 
-         Jefe, ¿has leído las noticias? ¡creo que esta vez lo tenemos!  
 
Ese tuteo. Qué manía. Yo le doblo la edad, tengo un rostro adusto con cara de malas pulgas, y soy seco. Todo el mundo lo sabe. Por qué me tutea. 
 
-         Jefe –insiste– ha dejado demasiadas pistas esta vez, fíjate–. Se me acerca con el periódico abierto, plantándomelo en las narices, casi me tira el café encima.
-        Lo sé –respondo, y procuro que mi tono disminuya su exceso de optimismo.
-        Mira la foto que han captado las cámaras –me señala una imagen borrosa– ¡es una mujer! y no precisamente joven. Mira la silueta encorvada, fíjate el cabello cano que apenas cubre el pañuelo. Justo después de marcharse encontraron otra de sus notas….Ya sabemos dónde actuará la próxima vez ¡¿Puedes creerlo?!  
 
Pues claro que puedo creerlo –piensa para sí–. Estás hablando con el detective Ponce, principiante. Ya hace tres días que sé quién es la responsable de las fechorías. Y la deducción no podría ser más rutinaria. Más aburrida.   
 
Tres de la madrugada… 
 
Beatriz resolvió el capítulo explicando los detalles, las claves del nuevo misterio por el inteligente, carismático y malhumorado detective que había salido de su imaginación hacía ya casi diez años. Pero el personaje que tanto la sedujo por la cantidad de matices que se podían hallar en él ahora se le antojaba anodino, demasiado previsible. Había sucedido lo que más temía como escritora: la inspiración se había esfumado. Quizá no debí eliminar a su gran amor de la escena, daba mucho juego –se preguntaba–. Pero claro, ahora no puedo resucitarla. Tal vez le ha faltado un verdadero amigo…quién sabe si un hijo. 
 
Pero Beatriz había ido restándole más de lo que le daba. Lo estaba convirtiendo en un pobre diablo, alcohólico y solitario. Si el lector ve lo mismo que yo percibo –meditaba-, va a cerrar el libro antes de llegar a la mitad. 
 
Tres horas después, decidió tomar una resolución. Drástica, sí. Pero la única posible.  
 
Capítulo X
 
Cuando Ponce bajó la escalinata, sumido en sus pensamientos, no se percató de que le habían estado siguiendo. Llegó al andén. No había nadie a esas horas. La llegada del último tren estaba anunciada para dentro de cuatro minutos y medio. Otro día más – pensó, con amargura-. No me importaría jubilarme hoy mismo.  
 
A sus espaldas, una voz le formula una pregunta. Apenas es un susurro. Ponce se da la vuelta con desgana, dando por supuesto que alguien necesita orientación en el laberinto de las líneas del metro. Pero lo que ve le deja estupefacto. La figura enjuta de la mujer de la foto que había visto esa misma mañana, pañuelo sobre la cabeza, vestimenta sencilla, figura encorvada. Y lo peor de todo. Esa sonrisa.
 
-         Le estoy preguntado si me reconoce.  
 
No le da tiempo a responder, ni a reaccionar. El resplandor de los faros del tren lo ciega, y luego…nada. Aún en esos breves segundos le sucede un torbellino de pensamientos, que son un reproche más bien. Parece mentira, todos estos años de reflejos tan rápidos, de salir airoso de todo, y va a acabar conmigo una ancianita.   
 
Seis de la mañana… 
 
Cuando Beatriz concluyó, se mezclaron varios sentimientos pero predominó el alivio. Era consciente de que el final precipitado, inesperado, e incluso cómico, no estaría exento de las críticas de sus seguidores. Pero la serie policíaca a la que se había consagrado, y que la había consagrado a ella como escritora, le había robado otros terrenos fascinantes por recorrer, y ahora solo sentía ansias por recuperar el tiempo perdido. Emoción, era la palabra. Al fin. Y pensó en Sebastián Ponce, a quien por mucho tiempo que pasara jamás podría olvidar.  
 
Tal vez pueda darle otro papel, bajo otro disfraz, en mi próximo libro… 
 
Y en algún lugar de su mente, Ponce sonrió, satisfecho.




 
Sherlock Holmes y Moriarty en las Cataratas Reincheback. Autor: Sidney Paget

jueves, 20 de abril de 2017

Cuando mi vuelo termine, volveré a verte

Yo solía ver el mundo del revés. Me hacía pequeño conforme los demás crecían y así quería quedarme, para siempre, porque siendo como era ya un ávido observador, aquellas caras inexpresivas y esa falta de visión no podían augurar nada bueno a la madurez. Un libro cambió mi vida, pero yo no sabía que precisamente a través de él yo me convertiría en adulto. Se llamaba “Historias vividas”, y era un tratado sobre la selva. Una de sus láminas me llamó tanto la atención que quise convertirme en pintor. Pero ese sueño fue desterrado de golpe al no ser reconocido mi talento por mis mayores, que desdeñaron la idea, porque no era seria. Me aseguraron que para crecer era necesario ser serio, y aunque no dejé de ver el mundo a mi manera, pues era aviador, la imaginación no podía ser buena compañera de viaje, así que la dejé en tierra, y acabé por olvidarla.

Un día me estrellé en mitad del desierto. Y mi imaginación me encontró a mí de nuevo, en forma de niño de cabellos dorados ataviado con una vistosa capa. Me empeñé en tener un diálogo normal con él para esclarecer el enigma de su presencia, pero él me llevaba lejos, muy lejos, de regreso a mi infancia cuando yo quería ser artista. Empecé a seguir su lógica y hallé respuestas mucho más sencillas, mucho más puras. Él me hablaba de corderos, de bozales para corderos, de peligrosos baobabs, de habitantes de otros planetas demasiado parecidos a los humanos. De flores con espinas, delicadas y caprichosas. Su risa era la vida misma. Siendo un niño, había vivido mucho más que yo. Yo me había perdido en un lugar desconocido, pero al estar con él me di cuenta de que había empezado a perderme mucho antes. Cuando él siguió su camino, me sentí más solo que nunca.

No me extrañaría que algún día os encontrarais con él. Espero que así sea, porque tal vez, si estáis lo suficientemente despiertos y dispuestos a escuchar, podáis ver lo que tenéis delante, antes de que adquiriera mil nuevos significados sin verdadero sentido. La pureza y la belleza de las cosas más sencillas, en la clara mente de un niño.
 
 

domingo, 12 de marzo de 2017

Diosa


Hubo una vez un dios que, creyéndose superior a todos, decidió llevar la corona del poder absoluto. Un día, una diosa le retó a un combate. El dios, sabiéndose diestro en el manejo de la espada, aceptó, pero ella le abatió, dejándole malherido. Él reclamó el derecho a su inmortalidad para poder así resarcir su orgullo, y desafió a la diosa a construir el mayor templo jamás visto, mas ella construyó otro que llegó hasta el mismo firmamento. Humillado, el dios le propuso una última prueba. Deberían resolver sobre un mapa todos los mecanismos del Cosmos. El dios pasó días y noches confeccionado una obra tan deslumbrante como reveladora. Ella dejó la lámina en blanco y le dijo: 
 

—Míralos —dijo señalando hacia los mortales, hombres y mujeres, que afanosamente esculpían el Panteón en el cual habitaban—, son ellos los que nos han creado, y los que acabarán dando respuesta a todas las preguntas.

 
El dios la contempló como si lo hiciera por primera vez, y le entregó su corona. Ella rehusó el ofrecimiento y le detuvo.  


—No he sido yo quien ha vencido, ha sido tu vanidad la que ha perdido. ¿No lo ves? Hemos caminado en igualdad de contratiempos y ventajas. No he luchado para combatir contra ti. Lucho por combatir junto a ti. No soy igual que tú, tú no eres como yo. Pero juntos hemos intentado resolver un enigma que ha precisado de nuestro ingenio. Hemos empleado esfuerzo e inspiración en erigir construcciones eternas, y puesto a prueba nuestra fortaleza física peleando a espada y lanza. Y hemos sido libres en nuestras elecciones.  


La diosa se retiró dejando al dios intrigado mientras se preguntaba si aquellos humanos que trataban de explicarse su existencia a través todas las deidades comprenderían un día lo mismo que ella acababa de enseñar a quien creía ser su rival. 
 
 


Phrasikleia y Kouros

 
                                                           

 
 

miércoles, 4 de enero de 2017

Balada para una oveja


Yo, y mi circunstancia

Tengo la pezuña de la cabra Marieta metida en un ojo. Son ya muchos meses así. Ya no cabíamos en nuestro hogar habitual, la vieja caja de zapatos de siempre, porque los yayos tuvieron la gran idea de comprar una familia de patos gordos, así que nos apelotonaron en una bolsa. Los nuevos están protegidos cuidadosamente en papel cuché y, además, están cerca de los VIPS. Oigo como conversan a veces. Yo, en cambio, solo puedo dialogar con Marieta, que no está bien de la cabeza, y el asunto resulta agotador.

Soy la última superviviente del primer Belén de cabezones que hubo en esta casa. Me llamo “Ovejita” y siempre me estoy rascando una oreja, es mi eterna y simpática posición. Parezco feliz, pero arrastro un trauma. A mis 46 años todavía no me han puesto cerca del Portal, siempre me ponen al otro lado del río junto a las otras ovejas, éstas en versión moderna y todas con la misma cara, más aburridas que los molinos. El pastor que cuida de mí, Timoteo, está alcoholizado. La bota de vino que lleva pegada al cuerpo fue su perdición desde el principio. En fin, menos esos camellos portentosos, los Reyes Magos con sus vistosos trajes, los pastores elegidos, y el trío principal tan bello e iluminado, a los que llamo VIPS, el resto somos una tropa bastante patética. Aunque, según dicen, tenemos el mejor trabajo del mundo. Pero yo quiero más. Me encantaría, aunque solo fuera por una vez, poder saludar a ese crío tan mono y gracioso en torno al cual se organiza este sarao de cada año.

Y les voy a decir una cosa. Tengo la sensación de que ésta va a ser mi Navidad. Ya la imagino: Estoy frente al portal haciendo cabriolas, y todos se olvidan de los Reyes, regalos y de toda la parafernalia. Solo me miran a mí. Incluso la Virgen se levanta y me pone en su regazo para que el bebé me pueda acariciar….Sí. ¡Esta va a ser mi Navidad!

Noche del 24 de diciembre
Ya llega la hora. Ya oigo los pasos de los niños (los hijos de los niños que conocí en la década de los setenta)…¡Se están fijando en mí! ¡No lo puedo creer, estoy casi delante del portal! El niño Jesús me está mirando….¡Oh! y hasta parece que me guiñe un ojo ¡Esto es maravilloso!… Pero, un momento ¿qué demonios es esto?

Me han plantado delante un pastor enorme agachado y con los calzones bajados, y un olor pestilente destila por el ambiente. Es el recién llegado de este año, y se hace llamar “el Caganer”. Dice que vamos a ser muy buenos amigos, el muy cenutrio. No lo dudo, pero comprenderán ustedes la gracia que me está haciendo la sorpresita. No tengo más primer plano que el de sus posaderas. Detrás de mí, suena una melodía. Oigo como las pijas de mi especie susurran de improvisado una canción:

            «Oveja que sola vas

            Con tu patita te rascarás

El año que viene vendrá

Y quizá más suerte tendrás»

Panda de desgraciadas. Yo dimito. 
 
Un año después….

El Caganer se ha pasado el año hablando, sin parar. Es un tipo peculiar. Nos ha propuesto hacer una cadena el año próximo. Cuando le pregunto para qué una cadena, me dice que es un sueño que tiene, y que la estrella irá en cabeza. Quiere que todos participemos. Bueno, todos no, a los Reyes no los ha mentado. Sospecho que no tiene mucha simpatía a la realeza. Y está obsesionado con Palestina. El problema es Palestina, nos dice. Yo nunca hablo de política, ni de religión, solo soy una oveja, pero los demás discuten con él, algunos con buenas intenciones, como los conejos –proceden de los campos fríos de tierras altas, de ahí su carácter pacificador–. Pero un día casi llegan a las manos con Timoteo, cuyo diálogo ha resultado extraordinariamente fluido y lúcido a pesar de su alcoholismo. Las figuras se empeñan en llamarle “Caganet”, cosa que le molesta sobremanera. “Caganer”, dice, sin pronunciar la “r” final. El hacedor de la tierra fértil, como le gusta autoproclamarse. El caso es que, con todo, es un chico que nos cae a todos muy bien. Y le queremos.

No sé qué pasará el año que viene, ni si me pondrán frente al Portal. Pero pasar el tiempo en este saco si está dentro el de la barretina va a ser de todo menos aburrido.