sábado, 4 de abril de 2020

La danza del viento y una baraja de naipes

El sol incide directamente sobre el perfil de su cabeza y la espalda encorvada. El cabello de la niña es dorado, como si fuera miel. Su coleta oscila, vital y grácil. Es la hora de los destellos de luz, indiferente ante la muerte.

Nieta y abuelo juegan a las cartas, como cada tarde, en el balcón que asoma al nivel de las mismas copas de los árboles, que, generosas, ofrecen una inusitada frondosidad tras las copiosas lluvias de la primavera.

Imagino que hablan de muchas cosas, tal vez hasta ahora nunca habían podido hacerlo. Cómplices. Están de espaldas a mí, pero intuyo que el anciano está ganando la partida. La niña roba cartas de la baraja enérgicamente. Se levanta inquieta de su silla. El abuelo compresivo le explica los secretos del juego, una y otra vez, y con ello le cuenta en qué consiste la vida. Quizá ella lo recuerde algún día. Levantan de nuevo los naipes. Seguro que sonríen. Ahora se abrazan y se dan un beso. Es una tarde perfecta.

El sonido de una ambulancia rompe el silencio vespertino. Es lo único que se escucha estos días. Ese, y el insólito canto de los pájaros en esta atronadora calle ahora vacía y desolada.

Sobre ambos ondea una hilera de banderas con inscripciones que me recuerdan a las que emplazan los monjes en lejanas y sagradas montañas, como blandidas por un ser invisible cuyas oraciones se lleva el viento. La oscilante danza multicolor acompasa el baile de esas manos, marchitas y jóvenes. El sol todavía no se ha puesto. Yo disfruto de este momento mágico.

Y mañana, como cada día, alguien saldrá a batallar para que ellos puedan seguir jugando a las cartas. Y otros podamos seguir soñando con que ese mañana siga llegando.

 
Dedicado a mis vecinos y a todos aquellos que hacen posible que yo pueda verlos.