martes, 30 de enero de 2018

El Mural


Me sentía muy nervioso. No quería perder el control y emocionarme más de la cuenta. No quería que me vieran triste. Había estado preparando el taller durante semanas. Se llamaba “Cómo seréis de mayores”. Traje diversos materiales (cartulinas, lápices, plastilinas…) para que los niños expresaran todo lo que quisieran en el mural.
 
Al fin llegué a la planta de oncología infantil y una patrulla de niños ansiosos con gorritos de colores esperaba en la sala. Durante un breve instante me tembló la voz al presentarme. Pero cuando les miré, uno a uno, allí solo había niños. No había rastro de enfermedad, del “monstruo” como ellos lo llamaban. Abrieron desmesuradamente los ojos cuando mostré el “instrumental” de materiales que llevaba conmigo. Sonrisas verdaderas, no las que los adultos ensayamos al hacernos mayores, no. Eran sonrisas auténticas, limpias. Los niños empezaron a dibujar y a recortar. Cuando acabaron había futbolistas, astronautas, bailarines…incluso hasta un cuidador de perros. No paraban de hablar entre ellos sobre las miles de cosas que iban a hacer cuando fueran mayores. Eran conversaciones atropelladas, llenas de ademanes torpes y geniales a la vez. La alegría era contagiosa.
 
—¡Marte no estará tan lejos con mis inventos!
—¡Mirad cómo estarán todos los perritos cuando yo les amaestre!
—Yo seré cantante ¡mirad qué bien me sale!
 
No eran distintos a los niños que jugaban por las calles, en los patios del colegio. Sus anhelos y fantasías, eran los mismos. Allí el miedo se combatía con ensueños y una valentía que pocas veces había visto. Y yo no tenía ninguna duda de que lo conseguirían.
 
Uno de ellos, quizá era el más tímido, tardó un poco más en dibujar lo que quería ser en el futuro. Al final se decidió. Había pintado un rostro infantil, sencillo. Tan solo consistía en un círculo con una sonrisa.
 
—¿Qué vas a ser tú de mayor? —le preguntaron los demás sin acabar de comprender el significado del garabato.
—Voy a ser muy feliz. Estudiaré medicina y curaré a todos los niños como nosotros. Y también a los mayores. De grande seré ese niño feliz que he pintado.
 
Al marcharme de allí, sentí que caminaba sobre alas. Todo era posible. Y una certeza cobró forma en mis pensamientos. El futuro. En ese mural estaba dibujado el futuro.
 
 

jueves, 25 de enero de 2018

DE QUÉ VAS


De modo que quieres guerra. Pues no sabes dónde has ido a parar, engendro del diablo. ¿Cómo te atreves? Me has traicionado. Prepárate a recibir mi venganza. No te vas a quedar mucho tiempo conmigo, campando a tus anchas.

Ya podéis empezar a trabajar, ejército de defensas. Os quiero bregando noche y día, sin descanso, hasta que no dejéis ni rastro de esas células enloquecidas. Mi corazón bombea sangre fuerte, mis pulmones aire puro, mi cerebro galopa.

Me haces perder el tiempo, y tengo muchos anhelos aún por cumplir. Tengo libros que leer y escribir, viajes que realizar. Tengo abrazos que compartir, “te quieros” que pronunciar. Unos padres que me necesitan, unos hijos a los que guiar y un perro que me espera cada día. ¿Y tú vienes ahora a decirme que esto se puede acabar? ¡De qué vas!

Lárgate. Desaparece. Esfúmate, monstruo cobarde.

Y déjame vivir, que no es mi hora. Acabo de empezar a tener claro qué y qué no deseo. Eso es un logro descomunal, ¿sabes? Qué eres tú, ¿una especie de ensayo del destino? Que no me cuenten milongas, tú no me harás valorar más lo que tengo. Yo ya sé lo que es esencial y lo que no. Lo que me falta es tiempo. TIEMPO. Sí, justamente ése que tú te empeñas en arrebatarme.

El miedo. Sí, claro. Sabes manejar como nadie esa arma. Pero de coraje no tienes ni idea. Ah, ¿así que vas a enviarme una fatiga insoportable, vas a intentar que no logre mi objetivo? Lo llevas claro, mi mortal e insignificante enemigo.

¿Ves esa montaña? ¿Aprecias su belleza? Pues me dirijo justamente allí, hasta su cima, contigo arrastrándote si te empeñas. Yo voy a ascender, un pie tras otro, sin esperar a iniciar mi marcha. Dudo que tu despreciable naturaleza sepa valorar la visión que te ofreceré. Pero regresaré una y otra vez a esa cumbre. Te juro que lo haré. Coronaré. Y un día, lo haré sin ti.

Si sabes lo que te conviene, da media vuelta, o prepárate al vértigo de las alturas, y al abismo de la VIDA. Asume tu destino. El exterminio total, porque voy a acabar contigo.

¿Qué cómo lo sé? Porque soy la dueña de mi ser hasta su último reducto. Soy fuerte. Soy valiente. Soy la que llevo el timón de la nave, la que toma las decisiones. Y tú no eres bienvenido a bordo.

De qué vas, maldito cabrón.
 
 
 
 

martes, 9 de enero de 2018

Hay una luz arriba


Mis padres me han prometido que esta noche va a ser mágica y especial. No se han podido quedar conmigo, en esta habitación hay sitio para ellos. Concentro mis sentidos, mi oído y vista, deseoso de escuchar eso tan mágico que ha de llegar hoy. Desde la ventana puedo ver algunas estrellas, el cielo se ha puesto de esa azul eléctrico que tanto me gusta…

Está a punto de vencerme el sueño cuando de repente Luis, mi compañero de habitación, se incorpora de un salto.

        ¿Estás oyendo eso? ¡Algo está pasando arriba! ¡Vamos!

No me da tiempo a reaccionar porque tira de mi brazo y me arranca literalmente de la cama, apenas sin tiempo de ponerme una bata. Yo también oigo ahora algo. Parecen campanillas y proceden de la planta de arriba, donde habitualmente esperan nuestros familiares. Misteriosamente, ninguna enfermera está hoy vigilando la sala, y otros niños –amigos míos– empiezan a salir de sus habitaciones. El sonido va en aumento. Es emocionante, somos aventureros y libres esta noche. Nos movemos con sigilo, entre risas y susurros. En las escaleras hay luces de colores que se apagan y encienden, como si nos señalaran un camino… Al llegar a la gran sala no podemos creer lo que vemos. Un árbol gigantesco, un pino de verdad como jamás había visto antes, del que cuelgan centellantes figuras, guirnaldas, campanas…Debajo hay paquetes de regalos relucientes. Pero lo que nos deja con la boca abierta son los seres que lo están decorando: elfos y duendes –como los de los cuentos– cantan alegremente mientras adornan el árbol y de sus gorros suenan cascabeles. En cuanto nos ven, se abalanzan sobre nosotros cubriéndonos de besos y abrazos, nos conocen por nuestros nombres…. Sara está tan emocionada que se ha puesto a llorar y a Miguel se ha puesto a saltar de alegría. Una a una, acabamos de colgar todas las brillantes figuritas. Entonces alguien apaga la luz, y el árbol se enciende en mil mágicos colores.

No sé a qué hora nos vamos a dormir. Yo hubiera seguido mirando esas luces del árbol para siempre, pero un elfo ha insistido en que nos debíamos ir a descansar todos pues mañana nos esperaban todos esos regalos y ahora les tocaba el turno de trabajo a los ángeles, que prefieren no ser vistos.

Al día siguiente no estoy seguro de si lo que ha pasado es un sueño. Mis padres están conmigo y están más nerviosos que yo. Si supieran lo que me ha sucedido esta noche… Nos llevan a todos a la planta de arriba donde está el árbol que nosotros mismos hemos ayudado a decorar con los elfos y los duendes. Los padres sonríen y entregan los regalitos a todos, sin saber que lo más especial lo recibimos ayer por la noche. Ellos también parecen haber vivido una noche mágica.

Entonces veo la purpurina. Apenas un rastro, en la frente de papá. Es curioso que uno de los elfos se pareciese tanto a él…
 
 

jueves, 4 de enero de 2018

La noche especial de Monsieur Tregouet-Dumont


En la Nochebuena del año de su mayor fracaso, a Frédéric Tregouet-Dumont le sucedió algo que no esperaba. Frédéric y su esposa Marie Prevost habían sido dueños de una modesta aunque exitosa cadena de repostería llamada Le Petit Doux Cadeau. Pero aquel establecimiento, que ambos cuidaban como si de una joya preciosa se tratara, se perdió con el tiempo. Nunca creyeron que la gente dejaría algún día de acudir a tomar sus exquisitos croissants y su chocolate, único en todo Limoges. El éxito les llevó, incluso, a abrir una pequeña sucursal en un bohemio barrio de París. Pero lo inesperado, sucedió. Como un efecto en cadena, cuando empezaron las pérdidas tuvo que reducir gastos, embargaron la mayor parte de sus bienes, todo para evitar tomar una de las peores decisiones de su vida: reducir a su personal. El matrimonio siempre se interesó por cada uno de ellos, eran toda su familia. Los hijos que nunca tuvieron. Habían convertido su negocio en una especie de hogar para muchos. Acogedor, luminoso. Y dulce. Un día, con gran dolor, tuvieron que decirle adiós para siempre. Al poco, Marie cayó enferma y falleció.

Frédéric no recuerda cuándo probó la primera copa. Tampoco recuerda el momento en que ya no sólo era una, sino varias. Era lo último que hacía al anochecer y lo primero al despertar, con un dinero que escaseaba cada vez más. Cuando dejaron de renovarle el alquiler de la pensión, encontró lugares donde poder guarecerse en los parques. Deambulaba entre la hojarasca hasta muy tarde, hablando con desconocidos. Al principio la gente sentía lástima por él, pero el antaño elegante y afable repostero tenía un comportamiento cada vez más arisco, y empezaron a evitarle.

Aquella noche era especialmente gélida. Frédéric ignoraba que era Navidad. Había perdido el interés por tantas cosas y el alcohol empezaba a anular todos y cada uno de sus sentidos. Esperaba encontrar un lugar donde cobijarse, encender una simple fogata y abrir ansioso su cartón de vino. Se sentó en uno de sus bancos favoritos mientras su confuso cerebro le traía vagos recuerdos de tiempos mejores. De sonrisas, de pasteles… ¡Oh, aquéllos maravillosos dulces! Lo que hubiera dado por saborear ahora una Saint Honoré. Pero sobretodo, le inundaba un dolor en el alma, indecible, por la ausencia de Marie. A lo lejos la gente hablaba de forma efusiva; “Feliz Navidad”, se decían entre sí.

Buscó en su raído abrigo el cartón de vino, que había logrado hurtar, dispuesto a borrar de su mente las imágenes que tanto daño le hacían, cuando se dio cuenta de que su brebaje no estaba allí. Rebuscó. No, no estaba allí. Se lo habría dejado, se le habría caído… Empezó a vociferar, asustando a otros que como él iban a pasar la noche a la intemperie. Aterido por el frio se tumbó. Al rato, empezaron las extrañas visiones.

La atmósfera se llenó de luminosidades intermitentes, especialmente de tonos amarillo y naranja. Había gente a su alrededor, algunos vestidos de rojo, otros de blanco. Eran ángeles que se acercaban a él y le hablaban. Reconoció a uno de ellos: era Marie, mucho más joven de lo que la recordaba, pero ahí seguían esa melena parda y su mirada tierna y serena. Estaba observándole y hablando con las otras presencias.

—¿No sabéis quién es? ¡Es el señor Tregouet-Dumont! Necesita más calor, ¡vamos, rápido!

Él yacía inmóvil, como sin un hálito de vida. Sintió que se elevaba hacia las estrellas. Hermoso cielo el de aquella noche. Era maravilloso emprender el último viaje junto a ella. De repente el cielo se tornó blanco. Y de nuevo esas luces que se apagaban y encendían.
 
—Aguante, señor Frédéric, ya estamos cerca....

¿Por qué Marie no le llamaría simplemente Fred, como siempre?

Cuando despertó al siguiente día, no había cielo ni infierno, sino la cama de un hospital. Una máquina registraba su ritmo cardiaco. Alguien permanecía sentado a su lado, una joven que vestía la chaqueta de color rojo eléctrico de la Cruz Roja. Era la “Marie” que había visto la noche anterior. Su ángel.

—Señor Tregouet-Dumont, me llamo Sandrine, tal vez no me recordará. Siempre me regalaba uno de sus dulces cuando yo era pequeña. Ya está Usted mejor, pero debe comer algo... —Y él vio como la joven le acercaba una humeante taza de chocolate y un croissant recién horneado.

Durante todas las mañanas del resto de su vida, que había empezado aquella Nochebuena, Sandrine le trajo un crujiente croissant para desayunar. A pesar de sus minadas fuerzas, él siempre le sonreía “Gracias, Marie”. Sandrine dejó de corregirle, pues esa creencia daba paz al bondadoso anciano. Ella le había devuelto su nombre, y con ello, su dignidad.

Frédéric murió poco tiempo después. Se fue plácidamente, con el reconfortante calor de la compañía que tanto había añorado, y recordando el delicioso sabor de las pequeñas cosas, que, en realidad, siempre son las más grandes y eternas.
 
 
 
Winter landscape. Christmas Eve, 1890