sábado, 22 de abril de 2017

Éramos seis


Llevaban años allí ordenados en el cuarto donde solo se podía pasar de vez en cuando. Yo sabía tras esos lomos tan bien dispuestos sucedía algo, y que era emocionante. Había oído hablar de ellos, así que una tarde me decidí. Creo que fue el primer libro que leí, el primero de verdad. Se llamaba “Los cinco y el tesoro de la isla” y yo no tendría más de 10 años. Era un libro pequeño, compacto, que amarilleaba. Los cinco. En mi familia somos cinco y teníamos un perro. Coincidencias. Qué iba a saber yo que dentro de ese libro estarían, por primera vez, condensados todos mis anhelos en una infancia que soñaba con aventuras. Que había hasta un perro y una chica de pelo corto y enmarañado que, como yo, se divertía más actuando como un chico que como se suponía que debía de comportarse una chica. No podía ser mejor. Pero sí lo fue. Y yo pasé a formar parte de ese grupo.

 
Había una pequeña isla con restos de un naufragio y la leyenda sobre un tesoro. Pasadizos secretos. Acampadas, historias a media luz. Todo ambientado en un largo verano. Libertad absoluta. ¿Puede ser que un libro llegue a ser tan intenso que puedas sentir hasta los sabores de los alimentos que se describen? Sí. Puede ser. A mi me sucedió. Yo podía salir y viajar con ellos en esas horas de lectura que, sin saberlo, luego me llevarían a miles de lugares, con cada personaje y cada nueva historia a la que regresaba, robando horas de sueño. Esa fue mi primera incursión en el mundo sin limites que era la literatura y nunca olvidaré la magia de ese pequeño universo. Me sorprendo a veces pensando en que esos personajes no han envejecido conmigo. Siguen allí, Dick, Julián, Ana, Jorge y Timoteo, resolviendo enigmas, en aquella región inglesa tan vívida en mi imaginación.

 
Blyton convirtió lugares cotidianos en lugares extraordinarios. Aún, después de tanto tiempo, escudriño el horizonte de un mar un poco menos azul, esperando encontrar la silueta de la isla del tesoro.


Jubilación anticipada

Doce de la noche…

A Beatriz le inspiraba la noche. Aquel silencio. Era un momento enteramente suyo, aunque sabía que al día siguiente el insomnio pasaría factura. Estaba a punto de concluir su séptima novela policíaca, con una extraña sensación de ansiedad. Se daba cuenta de que escribir la saga se estaba empezando a convertir en una obligación. Lo que ignoraba es que era el protagonista que había creado el que se había cansado de su propia historia y que él solo estaba precipitando su final.
 
Ánimo –se decía la escritora–. Tan solo dos capítulos más.
 
Capítulo IX

Sebastián Ponce estaba frente su vieja mesa de trabajo contemplando distraído el café humeante, demasiado amargo.  ¿Es normal que tenga ese olor tan rancio? Para qué hacerse preguntas. Nunca obtengo respuestas, aquí todo viene impuesto, me guste o no.
 
Ahí entra el joven, ese que muestra tanto entusiasmo. Ingenuo. Solo lleva tres semanas aquí, claro.  
 
-         Jefe, ¿has leído las noticias? ¡creo que esta vez lo tenemos!  
 
Ese tuteo. Qué manía. Yo le doblo la edad, tengo un rostro adusto con cara de malas pulgas, y soy seco. Todo el mundo lo sabe. Por qué me tutea. 
 
-         Jefe –insiste– ha dejado demasiadas pistas esta vez, fíjate–. Se me acerca con el periódico abierto, plantándomelo en las narices, casi me tira el café encima.
-        Lo sé –respondo, y procuro que mi tono disminuya su exceso de optimismo.
-        Mira la foto que han captado las cámaras –me señala una imagen borrosa– ¡es una mujer! y no precisamente joven. Mira la silueta encorvada, fíjate el cabello cano que apenas cubre el pañuelo. Justo después de marcharse encontraron otra de sus notas….Ya sabemos dónde actuará la próxima vez ¡¿Puedes creerlo?!  
 
Pues claro que puedo creerlo –piensa para sí–. Estás hablando con el detective Ponce, principiante. Ya hace tres días que sé quién es la responsable de las fechorías. Y la deducción no podría ser más rutinaria. Más aburrida.   
 
Tres de la madrugada… 
 
Beatriz resolvió el capítulo explicando los detalles, las claves del nuevo misterio por el inteligente, carismático y malhumorado detective que había salido de su imaginación hacía ya casi diez años. Pero el personaje que tanto la sedujo por la cantidad de matices que se podían hallar en él ahora se le antojaba anodino, demasiado previsible. Había sucedido lo que más temía como escritora: la inspiración se había esfumado. Quizá no debí eliminar a su gran amor de la escena, daba mucho juego –se preguntaba–. Pero claro, ahora no puedo resucitarla. Tal vez le ha faltado un verdadero amigo…quién sabe si un hijo. 
 
Pero Beatriz había ido restándole más de lo que le daba. Lo estaba convirtiendo en un pobre diablo, alcohólico y solitario. Si el lector ve lo mismo que yo percibo –meditaba-, va a cerrar el libro antes de llegar a la mitad. 
 
Tres horas después, decidió tomar una resolución. Drástica, sí. Pero la única posible.  
 
Capítulo X
 
Cuando Ponce bajó la escalinata, sumido en sus pensamientos, no se percató de que le habían estado siguiendo. Llegó al andén. No había nadie a esas horas. La llegada del último tren estaba anunciada para dentro de cuatro minutos y medio. Otro día más – pensó, con amargura-. No me importaría jubilarme hoy mismo.  
 
A sus espaldas, una voz le formula una pregunta. Apenas es un susurro. Ponce se da la vuelta con desgana, dando por supuesto que alguien necesita orientación en el laberinto de las líneas del metro. Pero lo que ve le deja estupefacto. La figura enjuta de la mujer de la foto que había visto esa misma mañana, pañuelo sobre la cabeza, vestimenta sencilla, figura encorvada. Y lo peor de todo. Esa sonrisa.
 
-         Le estoy preguntado si me reconoce.  
 
No le da tiempo a responder, ni a reaccionar. El resplandor de los faros del tren lo ciega, y luego…nada. Aún en esos breves segundos le sucede un torbellino de pensamientos, que son un reproche más bien. Parece mentira, todos estos años de reflejos tan rápidos, de salir airoso de todo, y va a acabar conmigo una ancianita.   
 
Seis de la mañana… 
 
Cuando Beatriz concluyó, se mezclaron varios sentimientos pero predominó el alivio. Era consciente de que el final precipitado, inesperado, e incluso cómico, no estaría exento de las críticas de sus seguidores. Pero la serie policíaca a la que se había consagrado, y que la había consagrado a ella como escritora, le había robado otros terrenos fascinantes por recorrer, y ahora solo sentía ansias por recuperar el tiempo perdido. Emoción, era la palabra. Al fin. Y pensó en Sebastián Ponce, a quien por mucho tiempo que pasara jamás podría olvidar.  
 
Tal vez pueda darle otro papel, bajo otro disfraz, en mi próximo libro… 
 
Y en algún lugar de su mente, Ponce sonrió, satisfecho.




 
Sherlock Holmes y Moriarty en las Cataratas Reincheback. Autor: Sidney Paget

jueves, 20 de abril de 2017

Cuando mi vuelo termine, volveré a verte

Yo solía ver el mundo del revés. Me hacía pequeño conforme los demás crecían y así quería quedarme, para siempre, porque siendo como era ya un ávido observador, aquellas caras inexpresivas y esa falta de visión no podían augurar nada bueno a la madurez. Un libro cambió mi vida, pero yo no sabía que precisamente a través de él yo me convertiría en adulto. Se llamaba “Historias vividas”, y era un tratado sobre la selva. Una de sus láminas me llamó tanto la atención que quise convertirme en pintor. Pero ese sueño fue desterrado de golpe al no ser reconocido mi talento por mis mayores, que desdeñaron la idea, porque no era seria. Me aseguraron que para crecer era necesario ser serio, y aunque no dejé de ver el mundo a mi manera, pues era aviador, la imaginación no podía ser buena compañera de viaje, así que la dejé en tierra, y acabé por olvidarla.

Un día me estrellé en mitad del desierto. Y mi imaginación me encontró a mí de nuevo, en forma de niño de cabellos dorados ataviado con una vistosa capa. Me empeñé en tener un diálogo normal con él para esclarecer el enigma de su presencia, pero él me llevaba lejos, muy lejos, de regreso a mi infancia cuando yo quería ser artista. Empecé a seguir su lógica y hallé respuestas mucho más sencillas, mucho más puras. Él me hablaba de corderos, de bozales para corderos, de peligrosos baobabs, de habitantes de otros planetas demasiado parecidos a los humanos. De flores con espinas, delicadas y caprichosas. Su risa era la vida misma. Siendo un niño, había vivido mucho más que yo. Yo me había perdido en un lugar desconocido, pero al estar con él me di cuenta de que había empezado a perderme mucho antes. Cuando él siguió su camino, me sentí más solo que nunca.

No me extrañaría que algún día os encontrarais con él. Espero que así sea, porque tal vez, si estáis lo suficientemente despiertos y dispuestos a escuchar, podáis ver lo que tenéis delante, antes de que adquiriera mil nuevos significados sin verdadero sentido. La pureza y la belleza de las cosas más sencillas, en la clara mente de un niño.