El niño empezó a sentir frío. Era
la primera vez que le sucedía, aunque había ascendido cientos de veces al lugar
donde habitan las estrellas. Pronto el frío se convirtió en miedo cuando uno de
los planetas insistió en que se quedara con ellos. Sus padres se lo habían
advertido, pero él desobedeció igualmente. Era demasiado excitante la aventura.
La inmensidad llena de luminiscentes y mágicos nuevos mundos. Pero ahora era
consciente de lo lejos que estaba de casa. Recordó que otros niños habían
quedado atrapados allí para la eternidad.
De repente un planeta
particularmente egoísta, celoso del conocimiento que albergaba el niño, se
adelantó amenazante, dispuesto a robarle su infancia. Pero una luna se
interpuso y logró escapar. De nuevo en la Tierra, abrazó la seguridad de las
cosas cotidianas y juró no regresar. Pero aquello no le hizo más feliz. Con los
años comprendió que no era codicia lo que sentían aquellos planetas. Era una
inmensa soledad.
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