La anciana lleva con delicadeza la diminuta vela cuya llama apenas se distingue ya. Un levísimo punto de luz. Cualquier pequeña ráfaga de aire la extinguiría del todo, pero es importante que no suceda. Todavía no.
Aún mantiene el paso firme en el
camino expuesto, tantas veces recorrido. El paisaje sigue siendo abrumador,
pero nada puede distraerla ahora. Orando en silencio fija su mirada hacia los
restos del fuego que ella misma fue mucho tiempo atrás. Se vuelve a ver con sus
largas trenzas azabache corriendo de niña por ese mismo valle, allí donde
nacer, vivir o morir no es más importante que la nieve sobre las cumbres, o el
ciclo de los arrozales. En este lugar el tiempo no se mide en plazos
determinados, y nadie se interpone ante las implacables fuerzas del aire, el
agua, el fuego y la tierra.
Tsering, cuyo nombre significa larga vida, ha llegado al final del
camino. Las rocas que ha ido acumulando a lo largo de los años siguen ahí, en
equilibrio, formando su pequeña estupa en un recodo protegido del sendero.
Sobre la última piedra, siete velas aguardan. Con sumo cuidado las enciende,
una a una, alimentándolas por la llama agonizante. Finalmente, deja la suya, ya
violácea, justo en el momento en que desaparece dejando paso a una vibrante
estela de humo. Ha encomendado el último deseo para que la vida sea próspera a sus
seres queridos. El rojo intenso de los siete fuegos parece augurar un buen
futuro a ese anhelo.
Ahora ya puede regresar, y lo
hará en forma de viento. Ese es el regalo concedido por haber concluido su
viaje con sabiduría. Viento libre, puro, en eterno movimiento. Poderoso y
privilegiado vigía, a cuya merced estarán todas las obras de Tierra, que gozará
de voluntad propia para atravesar, de nuevo, la carne amada.
“Minvant” autor Eduardo Garrido©
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