domingo, 6 de agosto de 2017

La dádiva de Poseidón


Los tablones que a duras penas soportan ya la tensión y el oleaje son la única diferencia entre la vida y la muerte. La madera es el soporte vital de sueños, y promesas. De cosas que ni siquiera pensaban hace pocos días. “Si sobrevivo, prometo…” “seré…” “perdonaré…”. Sin espacio para moverse, agotando las últimas reservas de sus fuerzas. Cada vez son menos, y la desesperanza da paso a la locura de la agonía prolongada. El raciocinio se pierde cuando los seres regresan a su primigenia condición entre hambre, sed y soledad. Algunos sostienen los cuerpos sin vida de compañeros y viejos amigos, resignados. Pero otros resisten el embate fiero de las murallas de mar que sortean, como pueden, con un solo trapo al viento. Si estamos aquí, si sobrevivimos al naufragio —piensan los que todavía luchan— no es para acabar de esta manera. Siguen guiando, manejando la desesperación, forzando a pensar. Día tras día.

De repente, algo en el horizonte. Gritos en la maltrecha cubierta. Los que todavía pueden alzan las manos, agitan camisas El valeroso que nunca perdió la esperanza se pone en pie. El rojo de su camisa alzada toma posición en la proa de la balsa.   

Empequeñecidos por la fuerza descomunal del mar, alcanzan exhaustos el cabo de cáñamo que llega del barco de la esperanza. El hogar y una segunda vida cargada de promesas esperan.
 

                                  La balsa de la Medusa (Théodore Géricault)

El timón cansado


Hoy el viejo timón entona una canción, mientras las olas se agitan con bravura y golpean una y otra vez contra el casco, de forma muy parecida a como  sucedió a ayer, y antes de ayer. La canción dice así:

Llevo cuatro velas a babor
y dos a estribor,
Mares bravos, mares calmados,
Todos los he cruzado,
Avanzo con el viento
Voy cortando el mar

Timón y Capitán juntos han visto el Mar de Esmeralda, estrellas fugaces en noches transparentes, tempestades terribles de olas gigantes, ballenas cantarinas, polizones osados y princesas enamoradas. Mas ahora en Timón el roble se tiñe de ocre y su corazón de bronce se ha oxidado. Y Las manos que sujetan el timón  llevan impresos los años, y los vientos.

—No nos cansamos del mar, nos cansamos de navegar —le espeta el Capitán.

La madera cruje, parece protestar. Capitán comprende. No más aventuras, no más viajes. Una noche a la luz de la lumbre recuerdan días pasados. Somos viejos ya —dicen— es hora de descansar. Al alba vislumbran un faro y un puerto tranquilo.

¿Por qué si es lo que ambos desean, sienten tal pesar?

Capitán y Timón se miran y, sin pronunciar palabra, el viejo cascarón pasa de largo el puerto de los Recién Llegados a la Mar, donde los nuevos y relucientes navíos sonríen ante su futuro y su juventud. Aún no tienen historia y les queda mucho mar. Timón les sonríe cómplice, Capitán alza su mano.

—¡Adiós! —dicen ambos.

La madera cruje pero el alma se mantiene. Y las manos recias vuelven a sujetar el timón virando rumbo un nuevo horizonte. De nuevo un viaje. Un último largo viaje donde nada está escrito todavía.

La última vez que los vieron encaraban el viento, y la proa cortaba el mar con ansia como antaño.

Seguramente os preguntaréis hacia dónde partían.

Algunos dicen que iban a reunirse con los barcos perdidos, en el Mar de Casandra. Pero nunca más les volvieron a ver. Su destino fue, únicamente, el mar. Dicen algunos marinos que en las noches estrelladas, antes de que la Polar alcance su cenit, el viento y las olas entonan de nuevo esa canción:

Llevo cuatro velas a babor
y dos a estribor,
Mares bravos, mares calmados,
Todos los he cruzado,
Avanzo con el viento
Voy cortando el mar
 
 
                                                   Marinero en Terranova

Contarte el mar


Recuerdo el día que me dijiste que te explicara qué era el mar. Eras muy pequeño y me miraste con esa expresión de curiosidad, tan tuya. Habías escuchado esa palabra, y la conocías por los libros que aprendiste a leer mediante el tacto. No sabía cómo hacerlo y decidí que lo mejor era llevarte allí. Fuimos de la mano hasta la orilla. El viento trajo su aroma a salitre, despertando en ti nuevos sentidos. Con tan solo nueve años, tú habitabas en la tierra de los sueños, donde todo es posible, y anhelaba que descubrieras la atracción de estar frente al gigante azul.

Llevábamos una pelota de plástico y te hice pasar las manos por toda su superficie. Tú ya sabías qué forma tenía nuestro planeta. El mar —te expliqué— lo rodea todo, pero nadie puede ver como se curva. Lo que tenemos ahora ante nosotros es una explanada en eterno movimiento, con una línea en la lejanía que parece el final, pero no lo es, pues el mar sigue y sigue. Su vida transcurre en paralelo a la nuestra en tierra. Tierra y mar se necesitan, como si fueran hermanos inseparables. Aquí mueren todos los ríos, pero nacen todas las lluvias que alimentan a esos ríos. Dentro habitan los animales que te he enseñado en tus libros, y en sus profundidades peces de formas extrañas que emiten luz propia…. Puedes cruzarlo por encima navegando —llené un cubo con agua y te hice pasar una hoja por encima del agua, suavemente, apoyando sobre ella tu aún tierno dedo índice—. Hace mucho, viejos bergantines y galeones lo surcaban con todas las velas desplegadas al viento, hinchadas como si fueran inmensas pompas de jabón. Siempre ha habido algo misterioso en él, por eso muchos exploradores —te encantaban los cuentos de exploradores—  han querido cruzarlo, para ver qué había más allá.

Tocamos la arena y, muy despacio, el agua de la orilla. Tenías algo de miedo, pues aquel sonido te parecía furioso. ¿Por qué ruge así? –preguntaste–. Porque aquí se interrumpe y empieza la tierra —respondí—. La textura de la espuma te recordó a muchas otras cosas que ya conocías. El cosquilleo te hizo sonreír y el temor dejó paso a la sorpresa y la felicidad. Cientos de sensaciones nos rodeaban. Se escuchaban niños jugando, y el canto de las gaviotas. Con tu mano firmemente agarrada a la mía, empezamos a adentrarnos. Un salto, y otro, esquivando los tirabuzones que poco a poco empezaban a calmarse, y finalmente, tú empezaste a nadar, como si lo hubieras hecho durante toda tu corta existencia. El frío provocó un estallido de carcajadas. Contuvimos la respiración y, siempre pendiente de ti, te acompañé a tocar el cercano fondo. Quisiste disfrutar de la ingravidez y del silencio hasta que ascendimos para tomar aliento. El sol empezaba a alcanzar su cenit y nosotros a sentir su estímulo. Me pregunté cómo habrías recreado todas esas emociones en tu mundo interior.

—¿De qué color es, mamá?  
—Es transparente, carece de color, aunque se camufla de un azul bellísimo, pues actúa como un inmenso espejo reflejando lo que ve. Se tiñe según la intensidad cromática que adquieren los celajes, desde un intenso cobalto al turquesa, y a veces de un tono gélido como el metal o hasta un carmín como el fuego. Su movimiento produce destellos, puntitos brillantes que se apagan y encienden en un continuo centelleo. Sé que es difícil explicarte todos esos matices, pero lo más mágico es que se torna radiante bajo el sol, se apaga ante las nubes, y se enturbia cuando arrecian corrientes y mareas.

—Entonces —dijiste—, es del mismo color que la alegría, la tristeza, o el enfado. ¡Se parece a mí!
—Sí —afirmé—. En cierta manera es como nosotros, pues todos los seres provenimos de ahí. Él es el creador de la vida, de todas las vidas. Y por ello debemos mimarlo, y amarlo como el mejor de los regalos que nos ha sido dado.

Me pediste que a partir de esa noche leyéramos todas las historias del mar que se hubieran escrito. Y fue así cuando, por vez primera, yo pude ver el mar.
 

                                   Madre e hijo en la playa (Joaquín Sorolla)