domingo, 24 de julio de 2022

Canción invisible

Cacarean sus alas quebradas como si volara, abriendo el pico y cerrándolo, expresivo, atento. Parece alegría el aleteo constante del frágil pajarillo, de un azul desgastado de soledad, que no puede emprender ningún vuelo. 

Juega ahora entre mis sonidos y los suyos, indescifrable y feliz lenguaje, inequívoco hasta en sus caídas y en la forma en que vuelve a levantarse para degustar la pequeña manzana. Se pasea confiado en mi mano y con su genio imprime una picotada inocente, para recordar que también él es imponente. 

Vigía en disimulo, yo cauto en la fugaz cercanía. Un baile de tímidas idas y venidas, entre semillas y caricias. De qué está hecha esta simbiosis, quién sabe. Pero no puede amanecer sin su danza, ni anochecer sin la mía. 

Así medimos los familiares tiempos, mientras suena una canción invisible que vuelve ligero el aire.

Partió cuando debía, leal. Y libre.

Gris

Se ocultó tras los ramajes de un árbol seco, probablemente fulminado por algún rayo, justo en el lugar donde le dijeron que apareció la bestia por última vez. Había caminado durante varias horas y notaba la pierna izquierda entumecida. La metralla de la guerra había destrozado su fémur unos años atrás. Pudo conservarla, pero apenas podía moverla. Pensaba distraído en ello cuando escuchó un ruido, como un crujido sobre la nieve. Entonces lo vio. 

El pelaje era espeso y grisáceo, y el morro se proyectaba amenazador, dejando intuir los implacables colmillos. Lo que más desconcertaba al hombre que le apuntaba con su fusil era su descomunal tamaño. Había visto muchos lobos antes, pero jamás uno como aquél. Tenían razón aquellos que habían descrito al animal como un ser de otra era, descendiente directo de un gigantesco antepasado. Seguía atento a sus movimientos, fascinado. Al fin había dado con el legendario fantasma. 

Enfocó la mirilla para acertar el tiro. Nunca antes había disparado contra ningún animal. Llevaba consigo el viejo fusil con el que había dado caza a innumerables enemigos. Presas humanas cuyos rostros trataba de olvidar. Había aceptado la recompensa de traer ante el duque la piel del ansiado lobo, una fortuna que iba a sacarle de la ruina. 

El pelo de la fiera se agitaba el ritmo del viento, cada vez más gélido, dándole una apariencia aún más amenazadora. Apuntó, directo al corazón, conteniendo el aliento. Entonces la lesionada pierna de Sebastián cedió bajo la madera seca, abriendo un surco entre las profundas raíces. El cazador intentó zafarse como pudo, pero su extremidad estaba atrapada y era imposible moverla. El fusil. Tenía que alcanzar el fusil como fuera. No quería mirar hacia la llanura donde sabía que la bestia se había percatado de su presencia. Se estaba acercando. Escuchó unas pisadas, cautas, y fue entonces cuando levantó la vista. A escasos metros los ojos del lobo estaban fijos en él. Eran amarillos y profundos como la noche. El cazador sintió que se le erizaba el vello de la nuca, sabía que no tendría tiempo de hacerse con el arma y estaba a merced de su presa. El enorme lobo se acercó aún más, inclinando la cabeza hacia delante, mientras el lomo piramidal emergía como una montaña en el crepúsculo. 

Sebastián supo que en ese momento su expresión sería como la de los soldados a los que él había dado muerte en su juventud. El espanto y la última pregunta sin responder. Pero el lobo estaba hierático, sosteniéndole la mirada, sin mostrar aún la fiereza que él esperaba. Quizá le devoraría más tarde, tras esperar a que el frío hiciera el trabajo primero. En ese último instante tan solo podía admirar la belleza salvaje de su inesperado verdugo. 

Entonces el lobo acercó el morro hacía su rostro. Sebastián cerró los ojos. Tal vez el frío hubiera paralizado sus sentidos porque no notaba las dentelladas encarnizándose vorazmente sobre él. La razón es que no las había. Cuando se despertó del letargo sintió el tacto de la culata de su fusil de asalto, y no había rastro de la bestia. Sin comprender nada, hizo un último esfuerzo para salir sacar la pierna de la trampa, incrustando el arma en la dura nieve. Se levantó, malherido. Ahí solo estaba él y el sonido del viento. Empezaba a anochecer. 

El viejo soldado empezó alejarse renqueando, con el aliento suspendido y confuso, cuando volvió a ver su perfil en el recodo del camino, recortándose en la incipiente noche. 

— Si vuelvo a verte, podría devorarte. 

— Y yo podría dispararte. 

El diálogo silencioso se prolongó más tiempo del que ninguno de los dos hubiera deseado. Solo al final, el fuego en la determinación de ambos y su condición se detuvo. El cazador esbozó un leve asentimiento. Antes de dar la espalda al lobo y alejarse de él le dirigió una última mirada. 

 — No volveremos a vernos —le dijo. 

El lobo dirigió sus ambarinos ojos hacia la luna quebrada, y voló hacía ella a través de la nívea estepa, donde el aullido de su manada celebraba su regreso.

Desde el cerro de la libertad

Es por todos sabido que ese solitario animal con apariencia ajada, es la cabra Ylia, ahora denostada, pero antaño admirada por sus congéneres y por todos los humanos que se cruzaron en su camino. Pero fue traicionada. 

En los últimos días del verano se escuchaba su célebre alarido cuando descendía acompañada por su minúscula tropa, desde los riscos. 

 - ¡Contempladlos! Ahí están todos, embobados siempre que salimos al cerro y lanzamos nuestros bramidos. ¡Mirad cómo los pobres desgraciados bípedos intentan atraparnos! 

Entre los congregados fieles a Ylia se escuchaban carcajadas generales. Los desgraciados bípedos eran los humanos, empeñados en cercar a las fugitivas.

- ¿Cuántos años llevamos aquí? ¡Y nunca nos han dado caza! Y así seguiremos, camaradas, hasta que llegue el día en que alguno de nosotros engendre a un heredero, y conquistemos la gran extendida. 

La gran extendida es como llamaban a los valles que estaban justo al otro lado de cerro. Parecían no tener fin. Llevan siete años en el Cerro de la Libertad, el nombre con el que bautizaron a esa parte de la cordillera que actúa de muralla con el pueblo de donde escaparon tras la última matanza. 

Ylia asumió el mando de esa diminuta colonia de refugiados que formaban él, Selma, Alina y Azufre. Ylia no era robusto, pero poseía convicción y ambición. Su objetivo, su misión, era retornar a su grupo de cabras al estado salvaje, tras varios años en que sus viejos antepasados se dieran por extinguidos. Pero no tenían herederos. Y no era culpa ni de Selma, ni de Alina, sino de Ylia, pero él jamás lo hubiera reconocido. 

El día que Ylia comunicó el plan de secuestro de más hembras, Azufre vio su oportunidad. Azufre era tosco, tenía un cabello rojizo y ojos de fuego. Era él quien debía continuar la estirpe de los desertores y crear la nueva raza, no Ylia. Le siguió la corriente y cuando llegó la noche del secuestro de las hembras, Azufre cerró la valla del cerco, dejando a Ylia atrapado, junto con el espantado rebaño. La mirada de Ylia fue de sorpresa, no tuvo tiempo de reaccionar. Observó la sonrisa desdeñosa de Azufre mientras éste se alejaba, dejando a su antiguo líder a merced de una manada carente de opinión propia respecto su malogrado destino, y menos aún de espíritu crítico. 

Y así, pasó el tiempo. La vida de Ylia fue perdonada por los humanos, en señal de cierto reconocimiento por la osadía de su pasado. A veces Ylia creía ver trotando libres a sus antiguos compañeros, y voces que no lograba identificar, probablemente de la prole engendrada por Azufre, Selma y Alina. El conformista rebaño le observaba con curiosidad recelosa, mientras Ylia cerraba los ojos e imaginaba la gran extendida…