A
Beatriz le inspiraba la noche. Aquel silencio. Era un momento enteramente suyo,
aunque sabía que al día siguiente el insomnio pasaría factura. Estaba a punto
de concluir su séptima novela policíaca, con una extraña sensación de ansiedad.
Se daba cuenta de que escribir la saga se estaba empezando a convertir en una
obligación. Lo que ignoraba es que era el protagonista que había creado el que
se había cansado de su propia historia y que él solo estaba precipitando su final.
Ánimo
–se decía la escritora–. Tan solo dos capítulos más.
Capítulo
IX
Sebastián
Ponce estaba frente su vieja mesa de trabajo contemplando distraído el café
humeante, demasiado amargo. ¿Es normal
que tenga ese olor tan rancio? Para qué hacerse preguntas. Nunca obtengo
respuestas, aquí todo viene impuesto, me guste o no.
Ahí
entra el joven, ese que muestra tanto entusiasmo. Ingenuo. Solo
lleva tres semanas aquí, claro.
-
Jefe, ¿has leído las
noticias? ¡creo que esta vez lo tenemos!
Ese
tuteo. Qué manía. Yo le doblo la edad, tengo un rostro adusto con cara de malas
pulgas, y soy seco. Todo el mundo lo sabe. Por qué me tutea.
-
Jefe –insiste– ha
dejado demasiadas pistas esta vez, fíjate–. Se me acerca con el periódico
abierto, plantándomelo en las narices, casi me tira el café encima.
-
Lo sé –respondo, y
procuro que mi tono disminuya su exceso de optimismo.
- Mira la foto que han
captado las cámaras –me señala una imagen borrosa– ¡es una mujer! y no
precisamente joven. Mira la silueta encorvada, fíjate el cabello cano que
apenas cubre el pañuelo. Justo después de marcharse encontraron otra de sus
notas….Ya sabemos dónde actuará la próxima vez ¡¿Puedes creerlo?!
Pues
claro que puedo creerlo –piensa para sí–. Estás hablando con el detective Ponce,
principiante. Ya hace tres días que sé quién es la responsable de las
fechorías. Y la deducción no podría ser más rutinaria. Más aburrida.
Tres de la madrugada…
Beatriz
resolvió el capítulo explicando los detalles, las claves del nuevo misterio por
el inteligente, carismático y malhumorado detective que había salido de su
imaginación hacía ya casi diez años. Pero el personaje que tanto la sedujo por
la cantidad de matices que se podían hallar en él ahora se le antojaba anodino,
demasiado previsible. Había sucedido lo que más temía como escritora: la
inspiración se había esfumado. Quizá no debí eliminar a su gran amor de la
escena, daba mucho juego –se preguntaba–. Pero claro, ahora no puedo
resucitarla. Tal vez le ha faltado un verdadero amigo…quién sabe si un hijo.
Pero
Beatriz había ido restándole más de lo que le daba. Lo estaba convirtiendo en
un pobre diablo, alcohólico y solitario. Si el lector ve lo mismo que yo
percibo –meditaba-, va a cerrar el libro antes de llegar a la mitad.
Tres
horas después, decidió tomar una resolución. Drástica, sí. Pero la única
posible.
Capítulo
X
Cuando
Ponce bajó la escalinata, sumido en sus pensamientos, no se percató de que le
habían estado siguiendo. Llegó al andén. No había nadie a esas horas. La llegada
del último tren estaba anunciada para dentro de cuatro minutos y medio. Otro
día más – pensó, con amargura-. No me importaría jubilarme hoy mismo.
A
sus espaldas, una voz le formula una pregunta. Apenas es un susurro. Ponce se
da la vuelta con desgana, dando por supuesto que alguien necesita orientación
en el laberinto de las líneas del metro. Pero lo que ve le deja estupefacto. La
figura enjuta de la mujer de la foto que había visto esa misma mañana, pañuelo
sobre la cabeza, vestimenta sencilla, figura encorvada. Y lo peor de todo. Esa
sonrisa.
-
Le estoy preguntado
si me reconoce.
No
le da tiempo a responder, ni a reaccionar. El resplandor de los faros del tren
lo ciega, y luego…nada. Aún en esos breves segundos le sucede un torbellino de
pensamientos, que son un reproche más bien. Parece mentira, todos estos años de
reflejos tan rápidos, de salir airoso de todo, y va a acabar conmigo una
ancianita.
Seis de la mañana…
Cuando
Beatriz concluyó, se mezclaron varios sentimientos pero predominó el alivio. Era
consciente de que el final precipitado, inesperado, e incluso cómico, no
estaría exento de las críticas de sus seguidores. Pero la serie policíaca a la
que se había consagrado, y que la había consagrado a ella como escritora, le
había robado otros terrenos fascinantes por recorrer, y ahora solo sentía
ansias por recuperar el tiempo perdido. Emoción, era la palabra. Al fin. Y
pensó en Sebastián Ponce, a quien por mucho tiempo que pasara jamás podría
olvidar.
Tal
vez pueda darle otro papel, bajo otro disfraz, en mi próximo libro…
Y
en algún lugar de su mente, Ponce sonrió, satisfecho.
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