Recuerdo el día que me dijiste que te explicara qué era el mar. Eras muy pequeño y me miraste con esa expresión de curiosidad, tan tuya. Habías escuchado esa palabra, y la conocías por los libros que aprendiste a leer mediante el tacto. No sabía cómo hacerlo y decidí que lo mejor era llevarte allí. Fuimos de la mano hasta la orilla. El viento trajo su aroma a salitre, despertando en ti nuevos sentidos. Con tan solo nueve años, tú habitabas en la tierra de los sueños, donde todo es posible, y anhelaba que descubrieras la atracción de estar frente al gigante azul.
Llevábamos una pelota de plástico
y te hice pasar las manos por toda su superficie. Tú ya sabías qué forma tenía
nuestro planeta. El mar —te expliqué— lo rodea todo, pero nadie puede ver como
se curva. Lo que tenemos ahora ante nosotros es una explanada en eterno
movimiento, con una línea en la lejanía que parece el final, pero no lo es,
pues el mar sigue y sigue. Su vida transcurre en paralelo a la nuestra en
tierra. Tierra y mar se necesitan, como si fueran hermanos inseparables. Aquí
mueren todos los ríos, pero nacen todas las lluvias que alimentan a esos ríos. Dentro
habitan los animales que te he enseñado en tus libros, y en sus profundidades peces
de formas extrañas que emiten luz propia…. Puedes cruzarlo por encima navegando
—llené un cubo con agua y te hice pasar una hoja por encima del agua,
suavemente, apoyando sobre ella tu aún tierno dedo índice—. Hace mucho, viejos bergantines
y galeones lo surcaban con todas las velas desplegadas al viento, hinchadas
como si fueran inmensas pompas de jabón. Siempre ha habido algo misterioso en
él, por eso muchos exploradores —te encantaban los cuentos de exploradores— han querido cruzarlo, para ver qué había más
allá.
Tocamos la arena y, muy despacio, el
agua de la orilla. Tenías algo de miedo, pues aquel sonido te parecía furioso. ¿Por qué ruge así? –preguntaste–. Porque aquí se interrumpe y empieza la tierra —respondí—. La textura de la espuma te recordó a muchas otras cosas que ya
conocías. El cosquilleo te hizo sonreír y el temor dejó paso a la sorpresa y la
felicidad. Cientos de sensaciones nos rodeaban. Se escuchaban niños jugando, y
el canto de las gaviotas. Con tu mano firmemente agarrada a la mía, empezamos a
adentrarnos. Un salto, y otro, esquivando los tirabuzones que poco a poco
empezaban a calmarse, y finalmente, tú empezaste a nadar, como si lo hubieras
hecho durante toda tu corta existencia. El frío provocó un estallido de
carcajadas. Contuvimos la respiración y, siempre pendiente de ti, te acompañé a
tocar el cercano fondo. Quisiste disfrutar de la ingravidez y del silencio
hasta que ascendimos para tomar aliento. El sol empezaba a alcanzar su cenit y
nosotros a sentir su estímulo. Me pregunté cómo habrías recreado todas esas emociones
en tu mundo interior.
—¿De qué color es, mamá?
—Es transparente, carece de color,
aunque se camufla de un azul bellísimo, pues actúa como un inmenso espejo
reflejando lo que ve. Se tiñe según la intensidad cromática que adquieren los
celajes, desde un intenso cobalto al turquesa, y a veces de un tono gélido como
el metal o hasta un carmín como el fuego. Su movimiento produce destellos, puntitos
brillantes que se apagan y encienden en un continuo centelleo. Sé que es
difícil explicarte todos esos matices, pero lo más mágico es que se torna
radiante bajo el sol, se apaga ante las nubes, y se enturbia cuando arrecian
corrientes y mareas.
—Entonces —dijiste—, es del mismo color que la alegría, la tristeza, o el enfado. ¡Se parece a mí!
—Sí —afirmé—. En cierta manera
es como nosotros, pues todos los seres provenimos de ahí. Él es el creador de
la vida, de todas las vidas. Y por ello debemos mimarlo, y amarlo como el mejor
de los regalos que nos ha sido dado.
Me pediste que a partir de esa
noche leyéramos todas las historias del mar que se hubieran escrito. Y fue así cuando,
por vez primera, yo pude ver el mar.
Madre e hijo en la playa (Joaquín Sorolla)
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