Los tablones que a duras penas
soportan ya la tensión y el oleaje son la única diferencia entre la vida y la
muerte. La madera es el soporte vital de sueños, y promesas. De cosas que ni
siquiera pensaban hace pocos días. “Si sobrevivo, prometo…” “seré…”
“perdonaré…”. Sin espacio para moverse, agotando las últimas reservas de sus fuerzas.
Cada vez son menos, y la desesperanza da paso a la locura de la agonía
prolongada. El raciocinio se pierde cuando los seres regresan a su primigenia
condición entre hambre, sed y soledad. Algunos sostienen los cuerpos sin vida
de compañeros y viejos amigos, resignados. Pero otros resisten el embate fiero
de las murallas de mar que sortean, como pueden, con un solo trapo al viento.
Si estamos aquí, si sobrevivimos al naufragio —piensan los que todavía luchan—
no es para acabar de esta manera. Siguen guiando, manejando la desesperación,
forzando a pensar. Día tras día.
De repente, algo en el horizonte.
Gritos en la maltrecha cubierta. Los que todavía pueden alzan las manos, agitan
camisas El valeroso que nunca perdió la esperanza se pone en pie. El rojo de su
camisa alzada toma posición en la proa de la balsa.
Empequeñecidos por la fuerza
descomunal del mar, alcanzan exhaustos el cabo de cáñamo que llega del barco de
la esperanza. El hogar y una segunda vida cargada de promesas esperan.
La balsa de la Medusa (Théodore Géricault)
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