Llevaban
años allí ordenados en el cuarto donde solo se podía pasar de vez en cuando. Yo
sabía tras esos lomos tan bien dispuestos sucedía algo, y que era emocionante.
Había oído hablar de ellos, así que una tarde me decidí. Creo que fue el primer
libro que leí, el primero de verdad. Se llamaba “Los cinco y el tesoro de la
isla” y yo no tendría más de 10 años. Era un libro pequeño, compacto, que
amarilleaba. Los cinco. En mi familia somos cinco y teníamos un perro.
Coincidencias. Qué iba a saber yo que dentro de ese libro estarían, por primera
vez, condensados todos mis anhelos en una infancia que soñaba con aventuras.
Que había hasta un perro y una chica de pelo corto y enmarañado que, como yo,
se divertía más actuando como un chico que como se suponía que debía de
comportarse una chica. No podía ser mejor. Pero sí lo fue. Y yo pasé a formar
parte de ese grupo.
Había
una pequeña isla con restos de un naufragio y la leyenda sobre un tesoro.
Pasadizos secretos. Acampadas, historias a media luz. Todo ambientado en un
largo verano. Libertad absoluta. ¿Puede ser que un libro llegue a ser tan
intenso que puedas sentir hasta los sabores de los alimentos que se describen?
Sí. Puede ser. A mi me sucedió. Yo podía salir y viajar con ellos en esas horas
de lectura que, sin saberlo, luego me llevarían a miles de lugares, con cada
personaje y cada nueva historia a la que regresaba, robando horas de sueño. Esa
fue mi primera incursión en el mundo sin limites que era la literatura y nunca
olvidaré la magia de ese pequeño universo. Me sorprendo a veces pensando en que
esos personajes no han envejecido conmigo. Siguen allí, Dick, Julián, Ana,
Jorge y Timoteo, resolviendo enigmas, en aquella región inglesa tan vívida en
mi imaginación.
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