jueves, 4 de enero de 2018

La noche especial de Monsieur Tregouet-Dumont


En la Nochebuena del año de su mayor fracaso, a Frédéric Tregouet-Dumont le sucedió algo que no esperaba. Frédéric y su esposa Marie Prevost habían sido dueños de una modesta aunque exitosa cadena de repostería llamada Le Petit Doux Cadeau. Pero aquel establecimiento, que ambos cuidaban como si de una joya preciosa se tratara, se perdió con el tiempo. Nunca creyeron que la gente dejaría algún día de acudir a tomar sus exquisitos croissants y su chocolate, único en todo Limoges. El éxito les llevó, incluso, a abrir una pequeña sucursal en un bohemio barrio de París. Pero lo inesperado, sucedió. Como un efecto en cadena, cuando empezaron las pérdidas tuvo que reducir gastos, embargaron la mayor parte de sus bienes, todo para evitar tomar una de las peores decisiones de su vida: reducir a su personal. El matrimonio siempre se interesó por cada uno de ellos, eran toda su familia. Los hijos que nunca tuvieron. Habían convertido su negocio en una especie de hogar para muchos. Acogedor, luminoso. Y dulce. Un día, con gran dolor, tuvieron que decirle adiós para siempre. Al poco, Marie cayó enferma y falleció.

Frédéric no recuerda cuándo probó la primera copa. Tampoco recuerda el momento en que ya no sólo era una, sino varias. Era lo último que hacía al anochecer y lo primero al despertar, con un dinero que escaseaba cada vez más. Cuando dejaron de renovarle el alquiler de la pensión, encontró lugares donde poder guarecerse en los parques. Deambulaba entre la hojarasca hasta muy tarde, hablando con desconocidos. Al principio la gente sentía lástima por él, pero el antaño elegante y afable repostero tenía un comportamiento cada vez más arisco, y empezaron a evitarle.

Aquella noche era especialmente gélida. Frédéric ignoraba que era Navidad. Había perdido el interés por tantas cosas y el alcohol empezaba a anular todos y cada uno de sus sentidos. Esperaba encontrar un lugar donde cobijarse, encender una simple fogata y abrir ansioso su cartón de vino. Se sentó en uno de sus bancos favoritos mientras su confuso cerebro le traía vagos recuerdos de tiempos mejores. De sonrisas, de pasteles… ¡Oh, aquéllos maravillosos dulces! Lo que hubiera dado por saborear ahora una Saint Honoré. Pero sobretodo, le inundaba un dolor en el alma, indecible, por la ausencia de Marie. A lo lejos la gente hablaba de forma efusiva; “Feliz Navidad”, se decían entre sí.

Buscó en su raído abrigo el cartón de vino, que había logrado hurtar, dispuesto a borrar de su mente las imágenes que tanto daño le hacían, cuando se dio cuenta de que su brebaje no estaba allí. Rebuscó. No, no estaba allí. Se lo habría dejado, se le habría caído… Empezó a vociferar, asustando a otros que como él iban a pasar la noche a la intemperie. Aterido por el frio se tumbó. Al rato, empezaron las extrañas visiones.

La atmósfera se llenó de luminosidades intermitentes, especialmente de tonos amarillo y naranja. Había gente a su alrededor, algunos vestidos de rojo, otros de blanco. Eran ángeles que se acercaban a él y le hablaban. Reconoció a uno de ellos: era Marie, mucho más joven de lo que la recordaba, pero ahí seguían esa melena parda y su mirada tierna y serena. Estaba observándole y hablando con las otras presencias.

—¿No sabéis quién es? ¡Es el señor Tregouet-Dumont! Necesita más calor, ¡vamos, rápido!

Él yacía inmóvil, como sin un hálito de vida. Sintió que se elevaba hacia las estrellas. Hermoso cielo el de aquella noche. Era maravilloso emprender el último viaje junto a ella. De repente el cielo se tornó blanco. Y de nuevo esas luces que se apagaban y encendían.
 
—Aguante, señor Frédéric, ya estamos cerca....

¿Por qué Marie no le llamaría simplemente Fred, como siempre?

Cuando despertó al siguiente día, no había cielo ni infierno, sino la cama de un hospital. Una máquina registraba su ritmo cardiaco. Alguien permanecía sentado a su lado, una joven que vestía la chaqueta de color rojo eléctrico de la Cruz Roja. Era la “Marie” que había visto la noche anterior. Su ángel.

—Señor Tregouet-Dumont, me llamo Sandrine, tal vez no me recordará. Siempre me regalaba uno de sus dulces cuando yo era pequeña. Ya está Usted mejor, pero debe comer algo... —Y él vio como la joven le acercaba una humeante taza de chocolate y un croissant recién horneado.

Durante todas las mañanas del resto de su vida, que había empezado aquella Nochebuena, Sandrine le trajo un crujiente croissant para desayunar. A pesar de sus minadas fuerzas, él siempre le sonreía “Gracias, Marie”. Sandrine dejó de corregirle, pues esa creencia daba paz al bondadoso anciano. Ella le había devuelto su nombre, y con ello, su dignidad.

Frédéric murió poco tiempo después. Se fue plácidamente, con el reconfortante calor de la compañía que tanto había añorado, y recordando el delicioso sabor de las pequeñas cosas, que, en realidad, siempre son las más grandes y eternas.
 
 
 
Winter landscape. Christmas Eve, 1890
 

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