domingo, 13 de marzo de 2022
Mr Zelensky
La energía surge desde el centro del pecho. Posiblemente sea ahí donde se aloja el alma del pequeño hombre del que está pendiente el planeta entero. Cerebro, brazos, piernas, voz, todo está a las órdenes de ese magma irreducible que brota cada vez que habla. Desde ese lugar surgen las palabras hechas de hierro. No hay un milímetro de debilidad, y sí toneladas de determinación, optimismo, y coraje. Si mostrara la esquina de alguna duda, si lo hiciera, dejaría caer las ruinas, y las ruinas ahora son el símbolo de la resistencia. El país y sus millones de historias cruzan el umbral de una sola persona que habla directamente al mundo entero, una voz que se parece a todos los tiempos de la historia. Él y sus espartanos protegerán esas Termópilas mientras el resto observamos en la contradicción del alivio por no estar ahí, y la sensación de no que nada bueno acontecerá mientras el mundo no sea uno solo. El héroe de la historia lleva muchos días sin descansar. Avanza, mirando los flancos para que el bloque en el que ha convertido a su población no se disperse. Carne y hueso, acero y corazón. Ha sabido la razón por la que siempre persistió, cómplice de las cámaras y del humor, y ahora cómplice en el sufrimiento sin sentido. Sin pedestales ni garantías, y con la tenebrosa sombra cerniéndose sobre él y sobre su gente, libra cada día una batalla que, en realidad, ya ha ganado. El resto miramos. Y con suerte, recordaremos.
Yelena
Esta es mi gente, son mis hermanos. Hemos luchado juntos en esta hermosa tierra de música, de espíritu de superación. Yo estuve aquí, y vosotros aún no habíais nacido, cuando vencimos el primer terror de la dominación nazi. Fuimos nosotros. Somos grandes no porque nuestra tierra lo sea, si no por cómo hemos sobrevivido. Les miro a los ojos. Sois mis hermanos y ellos también lo son.
Me indican que me vaya, que baje mis carteles. Tienen más fuerza que yo, pero no suelto mis dibujos. Si no los puedo exhibir aquí lo haré en otra parte. Tenéis que conocer la verdad. Esta es la verdad. No es este el mundo que queríamos. Sé que llevamos nuestra reverencia apasionada, nuestra conciencia de formar parte de un estamento que jamás cuestiona al otro. El pueblo del sacrificio fuimos por muchos años. A un paso de la tragedia, a un paso del esplendor, y demasiados eslabones en la mitad.
No deseamos esta ruina, esta desolación. Escuchadme, sé de lo que hablo. Sé que siempre acaba igual. Y una vida que se apaga dura una eternidad.
Los jóvenes gritan a mis espaldas, valientes. Me sacan de ese lugar con cuidado. Unos de los guardias me han mirado a los ojos.
Miradnos
Tras recorrer las escaleras empezamos a perder el rostro donde solo residía lo cotidiano. Ahora, en este nuevo infierno, el registro ha cambiado. Solo lo inmediato importa. Arriba, otros mueren para que ese ayer y este último refugio perduren. Permanecemos muy quietos, en silencio. A través de las paredes se escucha el silbido de la metralla y el rugir de los misiles. Todo tiembla. Muy cerca algún edificio, herido de muerte, se está derrumbando. Tal vez sea el mío. Hace mucho frío y me aferro a la manta, bloqueando, como hacemos todos, el pánico. Solo podemos esperar. Solo queda resistir.
En la estampa ocre que compone nuestro sigilo veo las motas de color de las colchas que día tras día se van degradando, como si se marchitaran al mismo tiempo que se consumen las fuerzas. Conformamos manchas de pintura abstracta en un caótico cuadro. Hemos ido conquistado cada uno de esos diminutos reductos donde esparcimos los enseres de esta irrealidad en la que se ha convertido cada día, y cada noche.
El hogar que pudimos llevar con nosotros está concentrado en un carro de la compra, en una maleta o en un cesto. No hay fotos dentro. No hay recuerdos. Solo ropa de abrigo y medicamentos, que tarde o temprano se agotarán. La comida llega en raciones cuando salimos por turnos al exterior, un mundo extraño, amenazante y gris en el que se ha convertido mi ciudad. Ese breve intercambio de aire, cuando nos reencontramos con los nuestros, es nuestro halito esperanza, como lo es la risa espontánea que surge del algún rincón o del cruce de nuestras miradas. La poderosa sustancia de la compasión y el amor que compacta nuestro fracturado mundo es cuanto tenemos.
El objeto más insignificante me devuelve ahora una insólita sensación de amabilidad, como la esterilla a la que nunca hice demasiado caso y me aísla del frío y duro suelo del andén. Ecos de una comodidad remota. La vida transcurre compartiendo el dolor y la incertidumbre con nuestros compañeros de refugio, y buscando la intimidad del silencio imposible.
Ayer nacieron Anna y Svetlana. Apenas lloran. Sus madres las acunan mientras cantan en susurros. Las demás mujeres miran a los hijos para contarles una verdad a medias. La anciana de la mantilla aguanta estoicamente sus achaques y pasa las horas mirando sin inmutarse, resignada. No siente temor. No se hace preguntas, ni se las hace al resto. En algún lugar, alguien está viendo a través de una pantalla los instantes de nuestro horror. Un momento después la imagen cambia, es un árbol que florece en alguna parte, ajeno a todo, imperturbable. Pero nosotros seguimos aquí, mientras afuera el fuego cruzado deja cuerpos retorcidos y maletas que se detienen para siempre. Inertes.
Somos masa y todo se ha vuelto esencial. A veces, una reacción se contagia como antes hiciera el virus mortífero que también nos convirtió en máscaras. Una risa espontánea y extraña, esa especie de calma en la tregua de los estallidos, el llanto. Detrás de todo solo hay cansancio. La lejanía de lo familiar arrebata el rostro, y con él, todos los detalles. Somos uno y millones de historias en cada uno.
Resistimos en la hora oscura, mientras el cielo se tiñe de negro y las calles de rojo. En mitad del inmenso lienzo cada leve movimiento es un grito por la libertad.
Quiero dejar de ser una mancha más en ese cuadro del espanto. Miro directamente a una de las cámaras de un reportero que ha bajado a nuestro sótano. Son apenas unos segundos. Estoy dirigiéndome al mundo entero.
Miradnos.
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