No me gusta estar aquí. No me ha
dado tiempo a comprender la complejidad del rito del que soy protagonista hoy. Durante
muchos años lo viví y celebré atraído por la algarabía de la música, los bailes
y las deliciosas calaveritas de azúcar. Ahora estoy al otro lado, y no acierto
a encajar tanta sonrisa desde este gélido abismo.
Cada vez hay más flores. Y yo no
voy a ir al Paraíso de Tláloc.
Nací en Tehuetlán, en México. Y
desaparecí allí también. No me gusta usar “la otra palabra”. De pequeño escuchaba
fascinado las leyendas sobre la llegada al Mictlán. Ya han pasado cuatro años,
y se supone que debería haber avanzado. No he cruzado ni la primera puerta,
anclado a este sonido externo, oxígeno, dolor y vida. Me piden que emprenda el
viaje, para que mi Tonalli descanse. Pero ¿y si las historias que me contaron
son ciertas? ¿Quién iba a querer atravesar la Séptima Puerta? Los vivos ignoran
que los desaparecidos podemos seguir sintiendo miedo.
“Que la muerte que traes a tus
espaldas que dé paz” me dicen. Pero yo no ansío el descanso eterno.
Poco a poco se van extinguiendo
los fuegos y sonidos. La última vela se apaga y entonces vuelvo a sentirme solo
de nuevo. La soledad es peor que todo lo demás. Quizá es este último
pensamiento lo que me hace colocar sobre mis hombros una corona de Cempoalxóchitl.
Una bella Catrina me indica cómo iniciar el descenso. Comienzo a abrir las
puertas….
Teyollocualóyan. Ya estoy en la Séptima. La que me da pavor.
Conmigo viajan muchos otros, pero apenas sí nos miramos. He vencido al río, al
viento, a la nieve y el frío. A las montañas que me cerraban el paso. Incluso
he superado el Temiminalóyan,
que acabo de dejar atrás, esquivando las flechas que se empeñaban en hundir en
nuestros maltrechos cuerpos. Ahora me espera el jaguar y el altar, y sé que ya
es tarde para retroceder. Cierro los ojos y entro, agarrando firmemente la
obsidiana que recogí en la montaña del tercer nivel de este Inframundo. Los que
están caminando a mi lado esperan resignados. Mi duelo es en solitario. Yo miro
alrededor y me lanzo, obsidiana en mano, contra el jaguar, dejándolo malherido.
Lanzo cuchilladas aquí y allá, profiero gritos que causan pavor a mí alrededor.
De repente sucede algo que no estaba en las profecías.
Mi atuendo ha cambiado. Es totalmente
desconocido para mí. Sobre mi cabeza están las mismísimas fauces del jaguar,
que me ha cubierto como si fuera un casco, rematado por vistosas plumas de
Quetzal. En el centro del pecho, hay un corazón pintado de rojo intenso. El
colorido de mi armadura me llena de fuerza vital. Prosigo mi camino, pero la
Octava Puerta está cerrada. Alguien se me acerca y me dice:
-No estás
aceptando tu camino, tú no quieres reposar. Eres un guerrero. Tu lugar no es el
Mictlán.
Un año después en el Día de los Muertos
un colibrí se acercó a las flores del altar, aleteando con una viveza
magnífica.
Tonatiuh, Dios Azteca del Sol