Su caminar es vacilante, a
pesar de la ayuda que le presta su acólito.
—Vigile bien el paso, mi
señor, que ya estamos llegando.
—Pero, ¿a
dónde dices que vamos?
—A un lugar
que a buen seguro le recordará uno de sus más famosos lances, amigo y señor
mío.
El viejo
apenas recuerda ya, son cuatrocientos años que pesan por cada milímetro de su
piel. Solo ha accedido a emprender ese viaje porque su guía le ha prometido
que, desde allí, vislumbrará todas las grandezas que en su vida pasada alcanzó
a realizar.
Al fin,
llegan. El anciano fatigado se sienta sobre la hierba al pie de un alcor donde
se alzan unas estructuras blancas, enormes, altísimas, como jamás imaginó. Tres
colosales brazos como lanzas divinas giran en armónica cadencia desde la
cúspide de cada uno de los relucientes pilares. La luz del sol proyecta destellos metálicos
a lo largo de las gigantescas estructuras, mientras un zumbido cósmico silba a
cada volteo de las afiladas aspas. Ya es tarde y el astro rey empieza a
declinar en el horizonte, alargando las sombras y tiñendo la estampa de añiles,
rojos y amarillos.
—¿Está usted
viendo y oyendo lo mismo que yo? A qué esperamos… ¡vamos contra ellos! —exclama
Sancho—. Mas su larguirucho amigo no responde. Es extraño verle tan abstraído, pues
bien esperaba que su amo emprendiera una de sus insignes locuras ante los
estilizados y sobrenaturales objetos que tienen frente a sí. Pero don Quijote
ni se inmuta, se limita a mirar.
—Mi buen y querido
Sancho, creo que ya acierto en mi memoria. Siéntate y reposa en silencio a mi
lado.
Con lágrimas en los ojos, recuerda añorado.
Ya no ve gigantes, pero los imagina. Resquicios de nobles ilusiones y forzosas
empresas en las que acabó tantas veces malparado. Siente que esa España que hoy
le brinda pleitesía y veneración, no fue antaño sino burla. Poco o nada ha
cambiado apenas.
Junto a su fiel camarada, con quien compartió
infinidad de desventuras, contempla esos extraños objetos que parece que jamás se detendrán, como el
propio tiempo. Don Quijote sigue pensando ante los
modernos molinos, sin hacer nada. Tal vez espera, y confía, que su movimiento
no cese nunca y la gloriosa memoria que representan no borre su propio paso por
la Historia. Al cabo, se levanta, y señala a su compañero el sendero de regreso.
—Vamos, Sancho amigo,
ya es tarde y la cena espera, arribemos hasta el coche, que el tiempo es
corto y la conversación ahora larga…
Parque Eólico Iberdrola La Cotera, Burgos