Parte I. Hojas muertas
Siempre la veía pasar desde mi
vieja tienda de libros, hipnotizado por la danza de rizos rojos de su
cabellera. Aquel otoño fue extraño, lo recuerdo bien. No hacía frío, y aún
planeaban algunos vencejos sobre las húmedas techumbres del barrio. Pero los
días eran plomizos, y el viento constante había teñido las calles de amarillo
con las hojas de los árboles. Ella solía dar largos paseos, siempre con la
mirada perdida entre esa hojarasca inerte. Tiempo después, cuando su nombre se
convirtió en un referente y el libro basado en sus memorias ocupó los primeros
puestos en ventas, comprendí el porqué de esa mirada que tanto me
estremecía.
Se titulaba
“Cero”. Cuatro fonemas sobre una sugerente portada que simbolizaban su anhelo. Sus
páginas hablaban de soledad. De esperas, perdones y promesas que nunca se
cumplían. De la transformación de una persona, con proyectos e ilusiones, en
nada. Y en la creencia que eso era exactamente lo que merecía.
Parte II. El punto de no retorno
La historia proseguía. En algún
lugar de su mente sobrevino el recuerdo de cómo era su vida antes de la
destrucción completa. Sintió un anclaje en medio del vacío, visualizó el rostro
de personas amadas. La madre, el hijo. Miradas que no culpaban,
ni arrasaban con los escasos centímetros de piel y de conciencia que le
restaban. Se aferró a esos recuerdos que parecían formar parte de una vida
pasada, lejana.
Muchos días transcurrieron hasta
que empezó a comprender que lo anómalo habitaba en el desconocido que estaba a
su lado. Que la senda se dividía en múltiples opciones. El renacer fue
doloroso, y sintió la tentación de regresar al lugar que conocía. Pero no lo
hizo. Las miradas la empujaban a seguir adelante. Y un día cambió el miedo por
una fuerza descomunal y primitiva, casi animal. Reconstruiría cada pieza rota,
inventando nuevos horizontes. El monstruo había crecido a su
costa, pero ella ya no era débil, nunca volvería a serlo. Ni las súplicas primero,
ni las amenazas después, la amedrentaron. Era como una alpinista venciendo el
Annapurna, y pudo ver desde la cima cómo el ser amargo que casi la destruye se
consumía, derrotado, y solo.
Parte III. Ayer es pasado
El día que ella entró en mi librería
la reconocí de inmediato, a pesar de los años transcurridos. Con caminar torpe
–mi avanzada edad poco más me permitía– fui hasta el estante donde guardaba su libro,
y se lo extendí para que me lo dedicara. Ante mí estaba aquella mujer admirable, de
mirada ahora firme y sonrisa tranquila. Era una dama. Siempre lo fue.
Ojalá hubiera sabido entonces,
aquel otoño. Podría haberle contado la historia de Jo March, la de Elizabeth
Bennet o Isak Dinesen. La de
tantas otras heroínas que durante décadas de lecturas habían alumbrado mis
horas. Hay tantas cosas que me habría gustado decirle. Pero supongo que así son
las grandes historias, pues no hay metamorfosis sin lucha, ni certezas sin
dudas previas. Se salvó a sí misma, y yo sabía que el resto de mañanas serían para Ella.
En la dedicatoria ponía “A quien me supo ver cuando yo creía que era
invisible”.
"Begegnung mit Henri Matisse 1972" Autor: Dagmar Anders