Se ocultó tras los ramajes de un árbol seco, probablemente fulminado por algún rayo, justo en el lugar donde le dijeron que apareció la bestia por última vez. Había caminado durante varias horas y notaba la pierna izquierda entumecida. La metralla de la guerra había destrozado su fémur unos años atrás. Pudo conservarla, pero apenas podía moverla. Pensaba distraído en ello cuando escuchó un ruido, como un crujido sobre la nieve. Entonces lo vio.
El pelaje era espeso y grisáceo, y el morro se proyectaba amenazador, dejando intuir los implacables colmillos. Lo que más desconcertaba al hombre que le apuntaba con su fusil era su descomunal tamaño. Había visto muchos lobos antes, pero jamás uno como aquél. Tenían razón aquellos que habían descrito al animal como un ser de otra era, descendiente directo de un gigantesco antepasado. Seguía atento a sus movimientos, fascinado. Al fin había dado con el legendario fantasma.
Enfocó la mirilla para acertar el tiro. Nunca antes había disparado contra ningún animal. Llevaba consigo el viejo fusil con el que había dado caza a innumerables enemigos. Presas humanas cuyos rostros trataba de olvidar. Había aceptado la recompensa de traer ante el duque la piel del ansiado lobo, una fortuna que iba a sacarle de la ruina.
El pelo de la fiera se agitaba el ritmo del viento, cada vez más gélido, dándole una apariencia aún más amenazadora. Apuntó, directo al corazón, conteniendo el aliento. Entonces la lesionada pierna de Sebastián cedió bajo la madera seca, abriendo un surco entre las profundas raíces. El cazador intentó zafarse como pudo, pero su extremidad estaba atrapada y era imposible moverla. El fusil. Tenía que alcanzar el fusil como fuera. No quería mirar hacia la llanura donde sabía que la bestia se había percatado de su presencia. Se estaba acercando. Escuchó unas pisadas, cautas, y fue entonces cuando levantó la vista. A escasos metros los ojos del lobo estaban fijos en él. Eran amarillos y profundos como la noche. El cazador sintió que se le erizaba el vello de la nuca, sabía que no tendría tiempo de hacerse con el arma y estaba a merced de su presa. El enorme lobo se acercó aún más, inclinando la cabeza hacia delante, mientras el lomo piramidal emergía como una montaña en el crepúsculo.
Sebastián supo que en ese momento su expresión sería como la de los soldados a los que él había dado muerte en su juventud. El espanto y la última pregunta sin responder. Pero el lobo estaba hierático, sosteniéndole la mirada, sin mostrar aún la fiereza que él esperaba. Quizá le devoraría más tarde, tras esperar a que el frío hiciera el trabajo primero. En ese último instante tan solo podía admirar la belleza salvaje de su inesperado verdugo.
Entonces el lobo acercó el morro hacía su rostro. Sebastián cerró los ojos. Tal vez el frío hubiera paralizado sus sentidos porque no notaba las dentelladas encarnizándose vorazmente sobre él.
La razón es que no las había. Cuando se despertó del letargo sintió el tacto de la culata de su fusil de asalto, y no había rastro de la bestia. Sin comprender nada, hizo un último esfuerzo para salir sacar la pierna de la trampa, incrustando el arma en la dura nieve. Se levantó, malherido. Ahí solo estaba él y el sonido del viento. Empezaba a anochecer.
El viejo soldado empezó alejarse renqueando, con el aliento suspendido y confuso, cuando volvió a ver su perfil en el recodo del camino, recortándose en la incipiente noche.
— Si vuelvo a verte, podría devorarte.
— Y yo podría dispararte.
El diálogo silencioso se prolongó más tiempo del que ninguno de los dos hubiera deseado. Solo al final, el fuego en la determinación de ambos y su condición se detuvo. El cazador esbozó un leve asentimiento. Antes de dar la espalda al lobo y alejarse de él le dirigió una última mirada.
— No volveremos a vernos —le dijo.
El lobo dirigió sus ambarinos ojos hacia la luna quebrada, y voló hacía ella a través de la nívea estepa, donde el aullido de su manada celebraba su regreso.