Nieta y abuelo juegan a las
cartas, como cada tarde, en el balcón que asoma al nivel de las mismas copas de
los árboles, que, generosas, ofrecen una inusitada frondosidad tras las
copiosas lluvias de la primavera.
Imagino que hablan de muchas cosas,
tal vez hasta ahora nunca habían podido hacerlo. Cómplices. Están de espaldas a
mí, pero intuyo que el anciano está ganando la partida. La niña roba cartas de
la baraja enérgicamente. Se levanta inquieta de su silla. El abuelo compresivo le
explica los secretos del juego, una y otra vez, y con ello le cuenta en qué
consiste la vida. Quizá ella lo recuerde algún día. Levantan de nuevo los
naipes. Seguro que sonríen. Ahora se abrazan y se dan un beso. Es una tarde
perfecta.
El sonido de una ambulancia rompe
el silencio vespertino. Es lo único que se escucha estos días. Ese, y el
insólito canto de los pájaros en esta atronadora calle ahora vacía y desolada.
Sobre ambos ondea una hilera de
banderas con inscripciones que me recuerdan a las que emplazan los monjes en
lejanas y sagradas montañas, como blandidas por un ser invisible cuyas
oraciones se lleva el viento. La oscilante danza multicolor acompasa el baile
de esas manos, marchitas y jóvenes. El sol todavía no se ha puesto. Yo disfruto
de este momento mágico.
Y mañana, como cada día, alguien saldrá
a batallar para que ellos puedan seguir jugando a las cartas. Y otros podamos
seguir soñando con que ese mañana siga llegando.
Dedicado a mis vecinos y a todos
aquellos que hacen posible que yo pueda verlos.