En algún recóndito lugar de su
primitivo cerebro latía aún el instinto por la supervivencia que le
permitió existir los últimos años. Mientras, a su alrededor, se fueron marchitando
las últimas formas de vida que, como él, habían ido perdiendo progresivamente
los sentidos. Conocía perfectamente el final de los últimos navegantes, como les habían llamado los humanos, ya
extintos. Simplemente se tendían en el yermo suelo y esperaban. Era un final
tranquilo y silencioso. Resignado. El único movimiento que reinaba ya sobre el
planeta era el de las reacciones físicas propiciadas por el violento final. Pura
energía cósmica que regresaría al desconocido lugar de donde emergió.
Aquel último navegante recordaba vagamente a un hombre, aunque carecía de
ojos y la nariz se había reducido una leve insinuación. Su piel áspera y negra que
le había protegido durante los primeros años ya no era suficiente para
exponerse a la luz solar. Tras el cataclismo que lo arrasó todo, aquellos seres
fueron los únicos capaces de sobrevivir al calor infernal que abrasó casi la
totalidad de la Tierra y secó los mares.
De todas las cosas que pudo
observar de la beligerante, extraña e inteligente raza humana con la que había
convivido, lo que más le gustaba era un objeto insólito que emitía una cadencia
armónica de sonidos. Aquellas notas conectaban con algún recuerdo que su mente
no lograba encajar, pero le daba paz.
El amanecer llegaría pronto. Eligió
el dúo de Benny Goodman y Peggy Lee, y se sentó a esperar.
Leave your worries on the doorstep
Just direct your feet
on the sunny side of the street
Entonces se irguió y comenzó su
camino dirigiéndose justo al punto donde el sol nacería para así poner fin a su
propia existencia. El último vestigio de vida y humanidad resultó ser aquella
imposibilidad de continuar en soledad.
La música continuó sonando sin más espectador que el propio
Universo. Después, el silencio lo inundó todo.