Hubo una vez un dios que, creyéndose superior a todos, decidió llevar la corona del poder absoluto. Un día, una diosa le retó a un combate. El dios, sabiéndose diestro en el manejo de la espada, aceptó, pero ella le abatió, dejándole malherido. Él reclamó el derecho a su inmortalidad para poder así resarcir su orgullo, y desafió a la diosa a construir el mayor templo jamás visto, mas ella construyó otro que llegó hasta el mismo firmamento. Humillado, el dios le propuso una última prueba. Deberían resolver sobre un mapa todos los mecanismos del Cosmos. El dios pasó días y noches confeccionado una obra tan deslumbrante como reveladora. Ella dejó la lámina en blanco y le dijo:
—Míralos —dijo señalando hacia los mortales,
hombres y mujeres, que afanosamente esculpían el Panteón en el cual habitaban—, son ellos los que nos han creado, y los que acabarán dando respuesta a todas
las preguntas.
—No he sido yo quien ha vencido, ha sido tu
vanidad la que ha perdido. ¿No lo ves? Hemos caminado en igualdad de
contratiempos y ventajas. No he luchado para combatir contra ti. Lucho por
combatir junto a ti. No soy igual que tú, tú no eres como yo. Pero juntos hemos
intentado resolver un enigma que ha precisado de nuestro ingenio. Hemos
empleado esfuerzo e inspiración en erigir construcciones eternas, y puesto a
prueba nuestra fortaleza física peleando a espada y lanza. Y hemos sido libres en nuestras elecciones.
La diosa se retiró dejando al dios intrigado mientras se
preguntaba si aquellos humanos que trataban de explicarse su existencia a
través todas las deidades comprenderían un día lo mismo que ella acababa de
enseñar a quien creía ser su rival.
Phrasikleia y Kouros